Ruth imaginaba adoptar en otras circunstancias de su vida, pero como madre soltera aprendió que el amor de un nuevo hijx puede llegar de distintas maneras
Por Emiliana Pariente*
Dentro de sus fantasías de veinteañera, Ruth Pérez López (de 48 años hoy) imaginaba que cuando adoptara lo haría acompañada, en familia, con sus padres cerca y con la posibilidad de almorzar todxs juntxs los domingos por la tarde.
En esas divagaciones íntimas (o sueños guajiros, como les dice hoy con ternura), el desenlace era más o menos tradicional: un compañero de vida, una red de apoyo y varixs hijxs. Al menos unx biológicx, para vivir la experiencia del parto, y unx adoptivx, pensaba.
Ese deseo lo venía gestando desde que empezó a estudiar antropología social. Durante años, cuando aún vivía entre España y Francia, su tema de investigación (y tema central de su posterior tesis doctoral) fue el de las infancias y juventudes callejeras.
Fue un hito en particular el que hoy destaca como clave en esa búsqueda. En un viaje a Madagascar, cuando tenía 21, salió a comer con su pareja de ese entonces y en la caminata de vuelta al hotel se cruzó con un niño que hurgaba desesperadamente la basura.
“Me acerqué cuidadosa, sin mi pareja, para pasarle la comida que nos había sobrado y su reacción instantánea fue la de alejarse y agarrar una piedra”, recuerda. “Esa noche me pregunté qué tenía que pasar en la vida de un muchacho para que se sintiera obligado a defenderse en esas circunstancias o para que creyera que yo podía ser una amenaza”.
Fue entonces que empezó a informarse compulsivamente sobre la explotación sexual infantil en países asiáticos y también que supo que esa particular sensibilidad por las niñeces vulnerables, en todos sus formatos, la acompañaría de por vida.
Con el tiempo lo corroboró; llegó a México, primero para ser voluntaria en una casa hogar en Puerto Vallarta, luego para ser educadora de calle y finalmente para continuar sus estudios, desarrollar su tesis doctoral, publicar dos libros y armar vida.
Y en ese plan, aunque variaran las circunstancias, siempre mantuvo la idea de adoptar. “Muchas veces me he preguntado sobre esa necesidad. Quizás la primera razón para muchos sea la de ampliar la familia; para otros, el no poder tener hijos biológicos. Pero para mí, sobre todo, hay un tema de responsabilidad social. Son muchos los niños y niñas que necesitan una familia y un hogar. ¿Cuál es la diferencia entre criar a unx hijx biológicx y unx hijx que llega de otra forma?”, dice.
Adoptar lejos de la red de apoyo
El margen de posibilidades era amplio, pero Ruth nunca imaginó que el día que finalmente adoptaría sería luego de un divorcio, con un hijo de 11 y separada por un océano de su familia y su Asturias natal. Tampoco pensó que adoptaría a una niña más grande, con un bagaje mayormente constituido y con sus propias formas y costumbres.
Ivonne llegó hace cuatro años, cuando tenía 10, y cuando Ruth vivía con su hijo León, en ese entonces de 11, y su sobrina política Joanne, de 21, quien terminó siendo su más fundamental (si es que no único) apoyo. Ruth ya había decidido que quería que León se sintiera acompañado y no un cuidador, como lo fue ella con sus hermanos menores.
“Quería alguien de la misma edad, para que pudieran jugar juntxs y crecer a la par. Además, me imaginé cambiando pañales a esas alturas de mi vida, criando de cero, sin pareja y recién divorciada, y no pude”, cuenta.
El día que se conocieron, en plena pandemia, las dos traían cubrebocas. “Era chiquitita y me miraba fijo con sus ojos grandes y parpadeando, hasta que la psicóloga del DIF nos dijo que podíamos vernos las caras. Llenas de ilusión nos miramos durante mucho tiempo antes de hablar. Después saqué unos juegos de mesa y unos dulces”, recuerda Ruth.
El trámite, si bien largo, no había sido mayormente complejo para ella: “Hay otros criterios que se toman en cuenta cuando se trata de una pareja que busca adoptar, como la dinámica que tienen entre ellos, si es lo suficientemente sólida y si han pasado por el proceso de duelo cuando no pueden tener unx hijx biológicx. El hecho de que yo ya tuviera un hijo me pudo haber jugado a favor.
“También dejé súper claro que no quería un niño o una niña de la calle porque conozco muy bien esa realidad y sé que, en muchos casos, no quieren ser adoptados. Ellos sí tienen familia, sólo fueron separados, y uno de los requisitos fundamentales para que la adopción funcione es que los niños quieran eso”, reflexiona Ruth.
“Se trata de un gran trabajo de introspección, que te hace revisar tu biografía, tu recorrido, tu historia, por qué llegaste ahí y tus motivaciones. Y está bien que sea así porque la decisión es de por vida. El vínculo con la infancia es difícil de establecer, entonces hay que pensárselo bien. Muchas personas empiezan el trámite y desisten, y eso vuelve a abrir una herida en esos niños”.
Hoy Ruth recuerda que, al principio, Ivonne se tensaba y alejaba la cara cada vez que ella le quería dar un beso. “Estaba petrificada, pero poco a poco se fue sintiendo segura y con el tiempo su cuerpo también se relajó. Cuesta recibir cariño cuando no es lo que se conoce”, dice. “Es un trabajo largo de integración para todos, para ella y para nosotros. Finalmente, éramos desconocidas y se necesita tiempo para conocerse”.
“Curiosamente siempre pensé que adoptaría a una recién nacida y que la educaría y criaría a mi manera. O al menos eso intentaría. Pero la vida muy pocas veces ocurre como una se la imagina”
Ruth Pérez, madre de León e Ivonne
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- De 25,000 a 35,000 niñxs hay en Centros de Asistencia Social de todo el país, aunque sólo entre 3,000 y 4,500 necesitan una adopción
- 165 adopciones se concluyeron el año pasado en México, según datos del DIF nacional
*Texto adaptado para Chilango Diario