22 de enero 2019
Por: Ollin Velasco

Activistas del mar y la cocina

Padre oceanógrafo e hijo cocinero trabajan todos los días para lograr que los restaurantes de la ciudad sirvan pescados y mariscos frescos, ricos y, sobre todo, de pesca sustentable

Son padre e hijo: Ezequiel Hugo y Ezequiel Ignacio. Su consigna de vida es lograr que a los productos que salen de aguas bajacalifornianas, se les valore y respete.

Su activismo gastronómico ha rendido frutos. En la Ciudad de México, el restaurante Campobaja, a cargo de Ezequiel Ignacio, sirve pescas rigurosamente frescas; su padre evangeliza sobre el tema en distintas partes del país y la corriente de cocineros que se convierten a la causa es cada vez más fuerte.

Ja’mat es su empresa familiar, una de las primeras enfocadas en la pesca sustentable en el país. Esta provee a Campobaja y a varios restaurantes de la Ciudad de México (no le gusta mencionar nombres pero le surten, exclusivamente, a nueve de los 12 restaurantes que están en la lista Latin America’s 50 Best Restaurants).

Ostiones (kumamoto, japoneses y kumiai), erizo rojo, almejas chocolatas, amaebi (camarón de profundidad), langostinos, percebes… Ja’mat ofrece una gran variedad de especies marinas, pero no trabaja bajo pedido, sino sobre oferta. Vende lo que hay, cada día.

Tienen una lista provisional de qué pescados y mariscos son los mejores y menos agresivos para el ecosistema para consumir en cada estación; aunque, por el cambio climático, esto varía cada año. Los atunes, hamachis, lobinas rayadas, atunes aleta azul y cabrillas, por ejemplo, están disponibles casi todos los meses, porque son de corral. Las mejores pescas se hacen de noviembre a marzo, porque la temperatura del agua es más fría y eso previene que los peces se enfermen. En esa época, la calidad del rockot (pez de piedra), lingcod, rascacio, jurel de cola amarilla y curvina, es excepcional, pero en agosto el pez espada es una maravilla. Este es el tipo de conocimiento que rige su negocio.

Honrar su muerte

La historia comenzó en un tren que salió de la estación de Buenavista, en la capital del país, rumbo a Mexicali, Baja California. Eran finales de los 70 y en un vagón viajaba Ezequiel Hugo. Venía de Oaxaca, su tierra natal, y quería estudiar oceanografía en la Universidad Autónoma de Baja California, en Ensenada.

Así fue. Pero 1982 fue un año difícil: al tiempo que estudiaba e investigaba para el Centro de Investigación Científica y de Educación Superior de Ensenada, una devaluación del peso lo hizo buscar empleo. Su tutor académico japonés le ayudó: le dio las bases de lo que sería su filosofía ante el mar.

“Mi cultura del océano era de poco menos que cero

—cuenta Ezequiel Hugo, de 62 años—. Por haber crecido en Oaxaca sabía identificar un buen tasajo o una cecina; pero de mariscos, nada. Mi tutor me abrió los ojos a ese otro mundo”.

Primero vendió pescado ahumado de puerta en puerta. Luego, una flota coreana le dio trabajo en La Paz, Baja California Sur. Después de trabajar con japoneses, chinos y vietnamitas acopió conocimientos y puso una comercializadora de productos del mar que, con el tiempo, exportó langostas vivas, abulones, caracoles, erizos de distintos colores y lenguados a Estados Unidos y Asia. Ahora venden solo en el territorio nacional.

“Al principio sí mandábamos peces y mariscos al extranjero —cuenta Ezequiel Ignacio—, pero mi papá fue de la idea de que lo bueno de México tenía que quedarse en México”.

Después comenzó a esparcir su ideología. Ezequiel Hugo da capacitaciones en todo el país sin cobrar un peso. “Me gusta compartir la gran enseñanza de mi tutor japonés respecto de los animales —dice—: ‘Si ya lo sacrificaste, honra su muerte’”.

Mariscos de cantos suaves

La bienvenida a Campobaja es un letrero que dice: “31°51’28’’N/116°36’21’’O”. Son las coordenadas de Ensenada, donde inició la vida de cocinero de Ezequiel Ignacio, quien nunca imaginó cuando era ingeniero en electrónica.

“Desde bebé estuve rodeado de estos sabores —recuerda—. Mi mamá cuenta que me quitaba la comezón de las encías con camarón seco. Yo lo chupaba, hasta que la sal me reconfortaba y me dormía”.

La carta del restaurante —que se imprime todos los días porque no saben qué les regalará el mar— es un homenaje a la versatilidad gastronómica e inexplorada de la península bañada por dos océanos.

Su objetivo va mucho más allá del gusto: se trata de una labor consciente con la fauna, el medio ambiente y las condiciones de quienes logran que todo llegue a una mesa. “Estamos en contra de que se engañe y trafique con la información de la comida —cuenta Ezequiel Ignacio—. Por eso no vendemos nada congelado. Si comes en Campobaja, puedes estar seguro de que el pescador obtuvo un precio justo por su venta. Eso se nota en el sabor: una concha con solo aceite de oliva y sal te sabrá a gloria, te hablará quedito”.

Hoy, padre e hijo festejan que durante tres años la voz de sus productos y su activismo haya sido un canto suave, no un grito desesperado.

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