Elsa Cross, poeta y traductora, Premio Nacional de Ciencias y Artes en Lingüística y Literatura en su casa de la CDMX. Foto, Lulú Urdapilleta

Elsa Cross, poeta y traductora, Premio Nacional de Ciencias y Artes en Lingüística y Literatura en su casa de la CDMX. Foto, Lulú Urdapilleta

30 de enero 2017
Por: Tatiana Maillard

La CDMX es difícil para escribir

Para Elsa Cross, Premio Nacional de Ciencias y Artes, la vitalidad de la ciudad viene con una gran desventaja: es extremadamente ruidosa

Para Elsa Cross, Premio Nacional de Ciencias y Artes, la vitalidad de la ciudad viene con una gran desventaja: es extremadamente ruidosa.

FOTO: LULÚ URDAPILLETA

Hace más de un lustro que Elsa Cross intenta irse de la Ciudad de México, pero sigue desmontando su departamento. Aquí sigue el librero que se extiende de pared a pared. La planta trepadora cuyas ramas se enredan por el techo, los cuadros, los recuerdos.

“No puedo escribir aquí. Ni siquiera puedo hacerlo en mi escritorio”, dice Elsa Cross, quien el año pasado recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes en Lingüística y Literatura.

Elsa, poeta, doctora en Filosofía y especialista en el pensamiento de la India, traductora y ensayista, prefiere el movimiento: “Escribo cuando estoy de viaje, hago notas en cuadernos y hojas”. Ya después viene el proceso de la computadora, las correcciones sobre el documento de Word.  No se concentra en los espacios cerrados.

La Ciudad de México debe ser un espacio cerrado, porque hace años que vive entre este lugar y Cuernavaca.

“Esta ciudad es demasiado ruidosa”, dice. Para escribir, hace falta silencio. Concentración. Mente en blanco.

Ella considera que escribe mejor desde que empezó a meditar. No es budista ni tiene un nexo con alguna religión, pero el contacto con lo espiritual ha sido parte de su vida. La poesía y el pensamiento religioso del mundo antiguo están presentes en su investigación y, en cierto modo, impregnan su trabajo en la poesía.

No siempre fue así. En 1963, Elsa era una adolescente que estudiaba la preparatoria en una escuela religiosa sólo para mujeres. Los peores tiempos de su vida y los que prefiere no recordar: “Ni me lo menciones”.

No le parece importante porque eso no influyó en su interés por la mística. De aquellos tiempos recuerda la opresión de las religiosas, las amenazas de suspensión por mal comportamiento, las paredes color pistache de las aulas y una certeza.

“Era atea. Nunca me interesaron los dogmas. Y en esos tiempos no le encontraba sentido a la vida. No sé si la falta de sentido me llevó a escribir o si eso derivó de lo que leía en esa época, que eran principalmente autores rusos”, confiesa.

Incluso, en esos tiempos, Elsa planeaba formarse en el pensamiento marxista: “Al final me aburrí mucho. Quise afiliarme al partido comunista, pero conocí a unos militantes tan fanáticos, tan…¡tontos! Que preferí no hacerlo”.

En aquel entonces, leyó una novela que, en cierta forma, hablaba de sus propias preocupaciones: Sascha Yegulev, historia de un asesino, de Leonid Andréiev.

“La historia se ubica antes de la revolución soviética, cuando ya había tremenda efervescencia en Rusia de grupos anarquistas y terroristas. El personaje es un muchacho de una gran pureza de espíritu, que acaba convencido de que la única salida es el terrorismo. Esto lo confronta, porque la violencia no tiene nada que ver con sus ideales ni su modo de ser. Pero él termina por verlo como un sacrificio que tiene que hacer por lo que ama: la causa”, explica sobre la novela.

Ella encontró su propia causa en la poesía. Llegó casi por azar. Un novio de aquellos años la invitó a escuchar a un amigo leer su obra en el taller que Juan José Arreola impartía a jóvenes escritores en los llamados “cafés literarios”. No había casi mujeres. Por aquí, un chico llamado José Agustín. Por allá, otro muchacho llamado Alejandro Aura (con quien Elsa se casaría), y del otro lado, un joven Federico Campell.

Elsa se involucró en el taller de Arreola y comenzó a trabajar sus primeras obras poéticas: “Para mí fue determinante el taller de Arreola. Yo jamás hubiera creído que se podría vivir de la poesía”.

Hoy, a los 70 años, Elsa Cross todavía vive de eso. Y de la traducción. Y de su labor como docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

“Arreola nos ayudó a cada uno a descubrir nuestra propia voz”, le reconoce. La voz, una manera de llamarle al estilo, de invocar aquello que uno es en lo verdadero, más allá de la imitación o el aprendizaje de técnicas literarias.

“Creo que desde las primeras obras existe una voz definida, aunque hay autores que cambian tanto que se vuelven irreconocibles si se comparan sus primeras obras con las últimas. Pero no es mi caso”, dice.

Pero advierte que eso no significa que no haya cambiado en 50 años.

“Mis primeros libros son deprimentes en verdad. La angustia que hay en ellos era horrorosa. Desapareció cuando empecé a meditar y creo que desde entonces escribo mejor”, recuerda.

Por eso, Elsa intenta escapar de la Ciudad de México. Pese a las transformaciones de la urbe con el paso de los años, se mantiene la constante de la prisa y el ruido. Ella no puede lidiar con eso. “No me interesa”.

Incluso, le tiene sin cuidado demostrar nada a nadie. “¿A estas alturas? No, ya no quiero impactar a nadie. Ni hacer piruetas del lenguaje. Son los jóvenes los que deben experimentar con todo lo que esté a su alcance. Para mí, a estas alturas sería tan ridículo como ir a un antro”.

Son los tiempos del recogimiento. De desmontar el departamento que lleva años deshabitado. Guardarlo todo en cajas. Desvincularse de la ciudad del ruido donde no puede escribir.

En cifras:

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