Enriqueta Romero, doña Queta, Quien cuida un Altar a la Santa Muerte. Foto, Lulú Urdapilleta

Enriqueta Romero, doña Queta, Quien cuida un Altar a la Santa Muerte. Foto, Lulú Urdapilleta

28 de noviembre 2016
Por: Tatiana Maillard

La vitrina de la muerte

En la colonia Morelos se encuentra uno de los altares más representativos del culto a la Muerte, su cuidadora explica de este culto

En la colonia Morelos se encuentra uno de los altares más representativos del culto a la Muerte. Enriqueta, su cuidadora, explica la relevancia de esta alternativa de fe.

FOTO: LULÚ URDAPILLETA

La brocha emprende un viaje de ida y vuelta desde el bote de pintura blanca, hasta una figura de cerámica. Con más energía que delicadeza, Enriqueta Romero, doña Queta, acaricia con las cerdas la estatuilla de una mujer con la mitad del rostro descarnado, hasta teñirla de blanco.

“¿Y qué? ¿Para qué vino? ¿Qué quiere?”, dice mientras la brocha regresa al bote y se desliza por sus orillas para rescatar lo que queda de pintura. Enriqueta sonríe y continúa pintando con un gesto retador: “Viene por el pinche morbo. El amarillismo, ¿verdad?”.

Doña Queta es la guardiana del altar a la Santa Muerte en la colonia Morelos: una vitrina que protege la estatua alta e imponente, con el cabello negro y lacio cayendo sobre los huesos. Para este mes, doña Queta ha vestido a la muerte de blanco, en celebración por los 15 años que cumplió de permanecer en la calle de Alfarería 12.

Cuando termina de pintar, doña Queta lleva la figurita al interior de su local para colocarla entre las otras estatuillas que vende a la par de velas, estampas devotas y rosarios dedicados a la Niña Blanca.

Su hijo fue quien le regaló la imagen de poco más de un metro setenta de estatura. Queta, dedicada a la venta de artículos de culto a la Santa Muerte, la colocó en la esquina de su negocio. El altar comenzó a ser frecuentado por creyentes, pero también por estudiosos del culto, académicos y periodistas. Cada 31 de octubre los devotos la celebran con misa, ofrendas y música en vivo.

La mujer de 72 años sale del local, se limpia la pintura que quedó entre sus dedos y se acomoda en un banco. Un mechón blanco le cruza la cabellera negra. Con la mirada fija pregunta: “¿Tú eres devota? ¿Tienes fe?”. Otra vez, su sonrisa es cruda. “No, ¿verdad? ¿Cómo vas a entender?”. Ella dice ser devota y se rige por un código ético que se resume en “no pasarse de verga”.

Mientras habla, una pareja joven se acerca para preguntar a doña Queta si les puede “curar” su imagen de la Santa Muerte.

“Te cobro quinientos pesos —responde con voz de mando—. Es lo que te cobran en los templos. ¿Pero sabes qué, manito? Mejor hazlo tú solito. Ve por una botellita de a 10 pesos de agua bendita, mojas un clavel, se lo pasas a la imagen y dices esta oración…”

Pocas horas después, un adolescente le pregunta si puede casarlo con la Santa Muerte. Doña Queta se queda inmóvil, como si tratara de contener un entripado.

“¡Ay no! Yo no hago esas cosas. Vete a otro lado —le responde—. A la Santa se le respeta. No me vengan con esas mamadas”.

Fue su tía quien le inculcó la fe, pero “te vale madre, ¿no? No me preguntes por eso”. El carácter de Enriqueta Romero posee una elasticidad que fluye entre la amabilidad desconfiada y la tajante negativa. Entre uno y otro estado, a veces se asoma un gesto amable, incluso cariñoso.

“¿Qué va a llevar, mi niño?”, le pregunta a un hombre que viene por una vela para pedir por su esposa enferma.

“Los seres humanos somos bien pendejos —dirá más tarde doña Queta—. Nada más nos acercamos a la fe cuando ya tenemos el palo dentro—dice mientras menea la cabeza en forma negativa—. A ver, ¿qué nos cuesta encomendarnos a la hora de dormir, despertar agradecidos cuando abrimos los ojos y saber que seguimos vivos?”. 

Doña Queta le entrega una aguja al hombre que compró la veladora y le instruye para pedirle a la Santa Muerte: “Fíjate bien: con la aguja escribes de este lado tu nombre y de este lado el de tu esposa…”.

Mientras tanto, un puñado de devotos enciende velas, acomoda arreglos florales, dirige el humo de sus cigarros hacia la imagen detrás del cristal. 

Enriqueta sigue con sus recomendaciones, pero ahora con voz dulce y cada vez más suave y aniñada: “Le vas a decir: ‘Mi santa niña querida, te pido con devoción por mi esposa… Así lo vas a hacer, ¿sale?”.  El hombre asiente y se une al grupo de oradores.

“¿Tú le tienes miedo a la muerte? —pregunta Queta, con la cabeza apoyada sobre la mano y la mirada de roca—. Yo no. Todos la vamos a encontrar. La muerte está de pie, esperando por nosotros”.

Pero en Queta aún late la vida y tiene apetito. Abre una caja de galletas surtidas, que reposan  en una mesa donde se apoya una fotografía de Rey, su pareja.

“Me vas a compartir una, ¿verdad, viejito?”, pregunta Queta con sus ojos fijos en los de la imagen, que está iluminada por una veladora.  Cuando sus dientes quiebran la primera galleta, ella sonríe.

“¿Tienes miedo? —pregunta esta vez— ¿Sabes qué? Todos lo tenemos, a los truenos, a un choque… A una pinche balacera”.

Hace cinco meses, a Rey lo mataron ahí mismo. Él y su hermano arreglaban el altar una mañana cuando les dispararon desde una motocicleta en marcha.

“Pero es distinto tener miedo, a que otros nos metan miedo”, dice.

Enriqueta menciona las cosas que considera que teme la gente: “La ira de Dios. El diablo. La muerte. ¡Ay, qué horror vivir así!”.

Para ella, no hay otro camino que la fe: “Si me carga la oscuridad, ni pedo. Pero en vez de temer, yo me encomiendo a Dios y a mi niña. ¿Sabes qué es la fe? Es la vida. Es saber que yo hago de mi vida lo que quiero y es dar gracias por lo que recibo, pero tú qué vas a saber de fe. Si namás vienes de metiche”.

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