Enrique Espejo, dueño de la Librería Madero, en el Centro Histórico. Foto, Lulú Urdapilleta

Enrique Espejo, dueño de la Librería Madero, en el Centro Histórico. Foto, Lulú Urdapilleta

9 de enero 2017
Por: Tatiana Maillard

Sé qué libro andas buscando

Enrique Espejo, dueño de la Librería Madero, se especializa en conocer tan bien a sus clientes que con mirarles a la cara sabe qué buscan

Enrique Fuentes, dueño de la Librería Madero, se especializa en conocer tan bien a sus clientes que con mirarles la cara sabe qué buscan.

FOTO: LULÚ URDAPILLETA

Enrique Fuentes, 77 años, cigarro en la comisura de los labios. Es fumador.

Enrique Fuentes, suéter pardo, anteojos redondos, barba perfectamente recortada, escucha que un cliente pregunta por un libro de Ortega y Gasset. No lo tienen. La antigua Librería Madero se especializa en vender libros de Historia de México. Como sea, toma una pluma y la desliza sobre el papel para apuntar el título: En torno a Galileo. Ya lo conseguirá, por algo es librero.

Enrique Fuentes, ojos claros, cejas blancas, observa detenidamente a la gente y afirma que él “lee” a las personas.

“Detrás del mostrador aprendemos eso. Leemos su mirada, nos fijamos en qué libro  pone la mano, cuáles son sus inclinaciones”.

Sale del mostrador, se dirige a un estante, lo registra con los ojos hasta que alza la mano y extrae un ejemplar: “Tú estás buscando algo como esto”, afirma. Es un hombre convencido de su intuición.

Pero en ocasiones, Enrique falla en sus lecturas y ocurre que el libro que recomienda no satisface al cliente. En esos casos, se encoge de hombros. Es humano.

Enrique se incomoda cuando alguien viene a hacerle una semblanza. “Yo, ¿qué chingaos? Lo que importa es la librería”. Es el encargado de la Antigua Librería Madero.

Fundada por Tomás Espresate, republicano español exiliado en México en 1939, la Librería Madero permaneció hasta 2011 en el número 12 de la calle que le dio su nombre. En esos tiempos, la librería comerciaba con publicaciones españolas. A inicios de los años noventa, don Enrique tomó las riendas del negocio y decidió cambiar la oferta por la de libros antiguos sobre
Historia de México.

“Uno de mis maestros solía decir que el único libro bueno es el que compras hoy y vendes mañana”, dice don Enrique. A sus costados y frente a él se erigen estantes y mesas abarrotadas de libros del siglo XIX y XX. Los libros se apilan formando torres asimétricas. Sin embargo, no siempre sacan lo del día: “No vendimos casi nada”.

—Si un libro no se vende, ¿no es bueno?

—Desde el punto económico, no lo es.

—Pero se sabe qué títulos sí se venden.

—¡Los de “supuración” personal! Económicamente son los buenos libros. Nosotros vamos por otro camino y tenemos que ser imaginativos todos los días para ver si vendemos uno o cinco.

—Es una apuesta perdida de antemano.

—Por supuesto. Y apostamos por lo que está perdido, porque nos gusta el libro.

La librería funciona con el trabajo de cinco personas: Lucy, la administradora; Efraín y Luis, como apoyo, y don Álvaro, que es la memoria locativa de la librería, o lo que es lo mismo, sabe en qué estante se ubica un título. Cuando una clienta le pregunta si tienen libros de Murakami, don Álvaro menea la cabeza en negativa. Don Enrique señala a Álvaro: “En este negocio, él tiene muchos más años que yo…y de edad también”. Ambos trabajan para que el lugar mantenga su esencia: el de una librería anticuaria especializada en Historia, en la que también se pueden encontrar algunos ensayos filosóficos y ejemplares de ediciones independientes de poesía. Pero Murakami, jamás.

“Comprar libros es llevar a cabo un proyecto personal que satisface las inquietudes de una persona”, dice don Enrique, por cuyas manos han pasado cientos de libros. Lee por gusto y también para asesorar a los clientes. Ama los libros. No posee ninguno.

—Los libros tienen que circular. Si no lo hacen físicamente, lo hacen espiritualmente, como concepto de lectura que se transmite a otro. Yo he tenido libros muy hermosos, pero no me quedo con ninguno.

—¿Por qué?

—Porque no soy coleccionista, solo soy el canal donde transitan.

—Debe existir alguno al que sí aprecie.

Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Por supuesto que tengo aprecio por los libros, pero hay que deshacerse de ese sentimiento. No soy dependiente de las cosas.

—¿Los coleccionistas lo son?

—Los coleccionistas…cada quien. Hemos tenido clientes que quieren que cambiemos sus ejemplares porque tienen la marquita de un golpe. ¡Otros los huelen! Yo, hace años que aprendí a no poseer.

Un cliente pregunta en la librería por un ejemplar. No lo tienen. Pero Enrique se ha fijado en su cara y la ha reconocido. Extrae de un estante un bloque hecho de una colección de tomos de historia. Sin decir palabra, los deja caer sobre el mostrador. El cliente se ríe. Es una colección por la que había preguntado hace tiempo.

—¿Cuánto?

—600 pesos.

—Va.

Enrique recuerda a sus clientes y los títulos que buscan. Sabe leer a las personas. Establece relaciones respetuosas. No amistosas. En todo caso, comerciales:

“La nuestra es una relación que explica los beneficios que genera para ambas partes la adquisición de un bien”. Y hoy, Enrique ha vendido los primeros 600 pesos del día. Sobre la colección que acaba de salir con todo y cliente por la puerta,  murmura: “Pinches libros, no se vendían. ¡Por fin se los llevaron!”. Queda un hueco para dar la bienvenida a otros libros que don Enrique comprará hoy y se venderán quién sabe cuándo. Es una apuesta perdida. Por amor.

En cifras:

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