14 de octubre 2016
Por: Diego Rabasa

Bob Dylan: poeta

Más allá de lo arbitrario del ejercicio, el premio Nobel de Literatura ha servido en muchas ocasiones para que la obra de grandes autores amplíe de manera masiva un circuito de lectores que, de otra manera, habría permanecido restringido al culto específico. Pienso, por ejemplo, en el poeta sueco Tomas Tranströmer o en la cuentista canadiense Alice Munro: dos escritores de clase mundial que antes del galardón eran leídos sólo en circuitos de lectores avezados y que a partir del Nobel fueron descubiertos por lectores y lectoras de muy distintos tipos en todo el mundo.

El Nobel de Literatura es, también, un ejercicio político en la medida en la que interpela la forma en la que entendemos y promovemos el instrumento último y esencial de la política: la palabra. Cuando el año pasado el galardón recayó en manos de la periodista Svetlana Alexiévich, los márgenes de la literatura se ensancharon en el imaginario de muchos lectores. Este año, el comité del máximo premio literario le ha dado una nueva vuelta de tuerca al mundo de la literatura, concediéndole el Nobel, por primera vez, a un músico: el gran Bob Dylan.

Resulta paradójico que en la era en la que más se lee en la historia de la humanidad (la adicción a los teléfonos inteligentes y las redes sociales implican, de uno u otro modo, ejercicios de lectura), la lectura de libros pareciera destinada a vivir en márgenes estrechos dentro de la gran mayoría de las sociedades. En países como México, los paupérrimos índices de lectura de libros encuentran su origen primero y primordialmente en el desastre educativo. A esta dimensión de hondo calado social, hay que añadirle los espeluznantemente obtusos programas de promoción a la lectura que “promueven” esta actividad como una obligación (coma frutas y verduras), dejando de lado una de la dimensiones más importantes que tiene el acto de leer: el goce.

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El premio concedido a Dylan, además de osado y acertado, me parece trascendente en la medida en la que contribuye a romper el cerco que resguarda la literatura de la experiencia del hombre y la mujer no iniciados en las letras. Dentro del mundo de la literatura, el género de la poesía suele ser uno de los más restrictivos de todos. “No le entiendo”, “no sé cómo se lee”, “no estoy acostumbrado a leerla”, son respuestas comunes de personas que se sienten intimidadas ante la mera invocación del género. Al entender las letras de las canciones de Dylan como poesía, millones de personas en todo el mundo de golpe descubren que la poesía lleva siendo parte esencial de sus vidas desde hace muchísimos años. La poesía es lo mismo una vía que nos permite escapar del mundo que acercarnos a él. Es un arma contra el poder (How can the life of such a man/ Be in the palm of some fool’s hand?/ To see him obviously framed/ Couldn’t help but make me feel ashamed/ To live in a land/ Where justice is a game, “Desire”). Es un arma de defensa ante el mundo (I try my best/ To be just like I am/ But everybody wants you/ To be just like them, “Maggie’s Farm”). Es un aliado en la búsqueda de uno mismo (Preacher was a-talkin’, there’s a sermon he gave/ He said every man’s conscience is vile and depraved/ You cannot depend on it to be your guide/ When it’s you who must keep it satisfied, “Man in the Long Black Coat”). Es una invitación al silencio y la contemplación (Ain’t talkin’, just walkin’/ Up the road, around the bend/ Heart burnin’, still yearnin’/ In the last outback at the world’s end, “Ain’t Talkin”), entre muchas cosas más.

La mayoría de los esfuerzos por aumentar los niveles de lectura pasan por intentar “atraer” lectores y lectoras hacia los reducidos páramos en los que habita el mundo de las letras. Para empacho de los puristas, el Nobel ha tenido uno de sus grandes aciertos con Bob Dylan trazando por una vez el sentido contrario: llevando la literatura ahí donde transcurre la vida de las personas.

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