23 de diciembre 2016
Por: Diego Rabasa

Terror e hipocresía

De acuerdo al sitio Global Terrorism Database, entre 1970 y 2015, sólo han habido 10 años en los que en Europa occidental han ocurrido más de 200 muertes por actos terroristas. El año en el que más muertes hubo durante ese periodo fue 1988 con cerca de 450,270 de las cuales ocurrieron cuando el vuelo 103 de Pan Am explotó sobre la ciudad británica de Lockerbie, acto por el que fue inculpado Muamar el Gadafi, el exdictador libio, patrocinador, por cierto, de muchos gobiernos europeos, como el de Nicolas Sarkozy en Francia. Huelga decir que estos números no permiten que el terrorismo cuente de ninguna forma como un peligro de muerte real para un ciudadano de esta región. No obstante, como es bien sabido, además de las muertes en sí (y quizá por encima de ellas), lo que buscan los atentados terroristas (como el acontecido en Berlín el lunes pasado) es producir un estado de psicosis y de alarma que tenga un efecto mucho más masivo y expansivo que el de las bajas humanas.

Los actos terroristas son estremecedores y es difícil o imposible encontrar una óptica que los justifique. No obstante, cuando acontecen fuera de los territorios “habituados” a ello (África, Medio Oriente) y más aún, cuando ocurren en el “mundo civilizado” solemos responder con mucha mayor indignación. Aunque la indignación y la consternación son, por supuesto, inevitables, la reacción ante ellos también ponen en relieve la mentalidad hipócrita que impera en Occidente.

LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE DIEGO RABASA: LA VIOLENCIA COMO SÍNTOMA

Existe un consenso unánime entre expertos en geopolítica hacia el hecho de que el Estado Islámico debería de ser exterminado con contundencia y con la mayor velocidad posible. Más allá de eso, me parece que ese tipo de situaciones extremas también deberían ser un pretexto para analizar el modo de vida occidental que tanto encono y tanta destrucción causan en buena parte del mundo. No se trata de justificar, de ninguna manera, la barbarie y el horror de las prácticas del ISIS, pero es sorprendente cómo podemos tener, ejerciendo aquello que Orwell llamó el doublethink, una capacidad para sentir empatía por el dolor ajeno (el de los familiares de la víctimas en este caso) y en cambio mirar de soslayo la brutalidad que sostiene el modo de vida incubado en los países más poderosos de Occidente y transportado desde ahí (en ocasiones a través de prácticas bélicas) a buena parte del mundo. El consumo indiscriminado y acelerado de los individuos que habitamos en esta región del mundo produce muchas más muertes y destrucción que aquellas que emanan del terrorismo, sólo que dicha destrucción ocurre lejos de nuestra mirada. Fuera de las consecuencias del calentamiento global, que todos sufriremos y padeceremos y que tienen en el consumo galopante de carne su motor fundamental, las fábricas de esclavos que producen la ropa de moda a bajo costo, la depredación de los rain forests africanos de donde se extraen los minerales para las baterías de nuestros teléfonos inteligentes, la pobreza y el desempleo que ocasionan los monopolios trasnacionales de las tiendas de autoservicio en donde compramos nuestros víveres y un sinfín de desventuras más ocasionadas por nuestra carrera por mejorar la “calidad de vida” a través del consumo y la acumulación, terminan siendo más devastadores que los actos de aquellos bárbaros sádicos.

El dolor y el duelo suelen ser momentos de reflexión y que propician la transformación y el cambio. De la mano con la voluntad de erradicar la locura asesina de donde provienen dichos atentados, deberíamos de promover el ánimo para erradicar también los nocivos efectos de los modos de vida que la persona frente al espejo deja tras de sí.

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