30 de junio 2016
Por: Fernando Rivera Calderón

Historias de terror en la Condesa

Me sucedió el jueves pasado en la Condesa. Terminé una plática sobre el amor y el desamor, junto a la escritora Sandra Lorenzano, en el Centro Cultural Rosario Castellanos y al salir decidí ir a cenar con una amiga.

Caminamos hacia la calle de Michoacán, donde sabíamos que encontraríamos suficientes opciones para escoger un buen restaurante. Le sugerí a mi amiga uno argentino que nos salió al paso, pero me recordó que ya no comía carne, por lo que seguimos caminando. La mayoría de los restaurantes estaban llenos, pero vimos uno muy mono que estaba lleno abajo, pero tenía mesas desocupadas en el piso de arriba, con velitas y buena música.

Es decir que llegamos a un clásico restaurante de la Condesa, compartiendo ese ambiente elegante, pero cool y hipster, pero de barrio que tanta fama le ha dado a dicha colonia de esta ciudad. Pedimos una ensalada con lechugas de nombres exóticos y un salmón para compartir, y unos mojitos.

Supongo que habíamos dado un par de tragos a nuestras bebidas y un par de mordidas al salmón, cuando de pronto ante nuestra mesa se instaló un tipo visiblemente nervioso quien nos explicó que había una situación y que lamentablemente teníamos que desalojar el restaurante en ese instante.

–Oiga– le dije–, pero estamos comiendo. ¿Cómo nos vamos a ir así?

–¡Se los suplico! –dijo el hombre–, necesito que se vayan ahora mismo.

–Bueno, déjeme pedir la cuenta.

–No, no hay cuenta. Necesito que salgan ahora.

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Me pasó por la mente que quizás vivíamos un acto de discriminación por ser una pareja heterosexual o algo así, hasta que miré hacia el piso de abajo y vi que los meseros del lugar hacían lo mismo. Evacuaban el lugar y no sólo eso: metían las mesas que estaban sobre la banqueta, apagaban luces y todos compartían una especie de angustia y de ansiedad que no se veía nada bien. La gente se estaba saliendo del restuarante con sus platos y sus bebidas a medias y yo solamente pude pensar lo que cualquier habitante de esta ciudad piensa cuando alguien llega en ese plan a pedirle que abandone el inmueble: un ataque zombi.

No fue así. Pero tampoco sabíamos qué o quién era. El hombre que nos pidió salir, que luego supe que era el dueño del negocio, apresuraba a sus empleados a cerrar todo antes de que llegaran. Cuando salimos del lugar escuchamos a un mesero francamente aterrado que gritaba: ¡Ahí vienen! Y yo en ese momento descubrí que había olvidado mi guitarra –para variar– en el piso de arriba.

En lo que fui por la guitarra el terror creció. Volví a pensar que se trataba de los zombis. Salí del lugar por un pequeño espacio que quedó entre la cortina metálica del local y las mesas y sillas apiladas. Unos meseros me ayudaron a escapar como en un parto con fórceps. Apenas salí la cortina cerró, las luces se apagaron y nosotros salimos a paso acelerado de ahí, sin saber bien a bien si los que se acercaban eran los bárbaros de Kavafis, o los narcos extorsionadores de la Condesa, o las autoridades delegacionales que ese fin de semana, por cierto, cerraron varios lugares de esparcimiento nocturno en la ciudad.

–¿Es la policía?– le pregunté a un mesero que se desvanecía en el aire.

–No, pero tienen que irse.

Los restaurantes de al lado seguían llenos, como si nada. Y nosotros, los expulsados, como si tuviéramos un puesto de software pirata en el Eje Central, salimos de ahí a las carreras sin ganas de detenernos, sin ganas de voltear, sin ganas de volver. Sin ganas de saber a qué le tenían tanto miedo el dueño y los meseros y cocineros de ese restorán en la calle de Michoacán en la Condesa, que esa noche tuvieron que cerrar sin cobrar las cuentas, sin que sus clientes terminaran sus platos y sus tragos. En la Condesa. En la siempre segura CDMX. ¡Salud!

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