20 de octubre 2016
Por: Gabriel Rodríguez Liceaga

Esta máquina mata escritores

Viví en la ciudad de Austin, Texas poco menos de un año y medio. Lo primero que hice fue llorar en mi habitación reconociéndome lejísimos de casa. Luego me sonrió una mesera y me dejé de payasadas. Caminé trazando un inicial mapa mental de la ciudad. Entré en un sitio de discos y compré el “The Freewheelin’ Bob Dylan”. Andaba corto de feria pero fue instintivo, algo interno y luminoso me obligaba a interesarme en ese disco. Cuando yo era niño mi padre tenía sus LP formaditos en un librero y a mí las portadas me parecían salidas de otro mundo. Ziggy Stardust, Led Zepellin, The Who. ¿Qué músicas ocultaban tales láminas fantásticas? La que más me llamaba la atención era también la más común y corriente. A grandes rasgos: un hombre y su chava caminan alegres en una calle, abrigados. En la parte de atrás: la misma pareja; él señala algo que no aparece en la foto y ella vuelve la mirada hacia allá. Sonríen ambos desde una eterna juventud aislada del escándalo de mi infancia. ¿Qué señala Bob Dylan en el revés de ese disco?

Esa imagen se quedó en mi cabeza con fuerza y cuando volví a verla años después en el Waterloo Records de South Lamar no pude sino hacerla mía. La voz de Dylan sin un adjetivo que la defina contundentemente (pero cuyas características todos tenemos en la mente) me acompañó durante aquel tramo de mi vida que yo llamo secretamente: “el murmullo americano”. Me clavé en su historia, leí, escuché, fantaseé. Aún no se popularizaba el formato mp3 así que gasté buena parte de mi salario de ilegal en discos compactos de las diferentes fases de Dylan. Vaya tipo multifacético. Los Bootleg Series eran un lujo que me di en ocho ocasiones. Aún no se popularizaba Amazon pero igual conseguí “Tarántula” en español. Acababa de salir el “No Direction Home” de Scorsese, bello documental de no sé cuántas horas que vi no sé cuántas veces. Una Navidad lejos de casa me hice del libro plateado “Lyrics” con el objetivo de traducir las canciones. ¡Cuál fue mi sorpresa al darme cuenta de que ya había antes traducido a Dylan! Mi padre me pasaba sus cuadernos de juventud para que yo le dijera de qué trataban “Como una piedra rodante” o “Lloverá fuerte” o “Tocando en la puerta del cielo”.

El niño que fui y el joven que fui escuchaban, cada uno con un auricular en la oreja, la poética música de Dylan.

Por culpa de un Greyhound que hizo paradas en cuanto pueblo tejano existe llegué tardísimo al concierto de Dylan en San Antonio. Era 2004. Apenas pude hacer del baño a las carreras, oír el aletargado final de algo parecido a “Like a Rolling Stone” y comprar una playera del concierto. Yo quería ver a Dylan de cerca pero no pude. Sólo eso: verle la cara de cerca. Me regresé de malas y, si mal no recuerdo, empapado de sudor. Renuncié al zoquete sueño americano y volví a la Ciudad de México para enfocarme en mi literatura.

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Años después Dylan vino a México. Al Auditorio Nacional. Julio Martínez Ríos, el locutor de radio y escritor, me obsequió boletos de primera fila. Llegué crudo o pedo, no recuerdo. Con Dylan a escasos cinco pasos me quedé dormido. Sus afamadas rolas se presentaban ya en versiones indescifrables o quizá demasiado exquisitas. Bah. La herencia de mi padre consistía en una bola de balbuceos imprecisos. El arrugado rostro de un maleducado Dylan ya no me era un tesoro. Regresé a casa de malas. Ignorar y denostar a Dylan fue otra forma de traducción. Yo pasaba por una normal fase escandalosa de intoxicaciones etílicas y desmadre. No me arrepiento de nada. Todo suma. Dylan, por su lado, sacó un feo disco de villancicos navideños y hace poco se ganó el Premio Nobel de Literatura.

Hoy en día escucho a Dylan de repente y mientras trabajo. Los LP de mi padre ahora son míos, apilados en un librero. Pongo el “Greatest Hits” para ser feliz por las noches. “I want you” siempre me ha parecido el amor hecho música. También escucho a Dylan contra mi voluntad cuando me meto a ver mal cine. Aparece de repente en los créditos finales de tal comedia romántica, retumba inesperadamente en los bares o en el shuffle de un amigo encargado de amenizar una reunión de arquitectos. La música de Bob Dylan ha sido un gran compañero de vida, me recuerda cosas que el pésimo matrimonio entre mentira y memoria han vuelto agradables.

Bob Dylan ha ganado todo lo ganable como músico. No necesita ya premios, le quedan chicos. Caramba: él inventó la actitud de rockstar. Y no sólo eso: el hombre sigue vivo y es una leyenda que amalgama generaciones y generaciones de personas. En contra de su voluntad y sin atender al teléfono, Bob Dylan ahora también nos ayuda a plantearnos cuáles son los límites de la literatura.

¿Qué porvenir señala Bob Dylan en el revés de The Freewheelin’?

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