8 de junio 2016
Por: Marcela Turati

El sabroso voto de castigo

Hubo un tiempo en mi adolescencia que me divertía construyendo la democracia. En los semáforos ponía engomados electorales a los autos simpatizantes, cantaba con devoción el himno de mi partido, vestía combinando sus colores, aprendía sobre resistencia civil por si venían los tanques y pasaban sobre nuestros cuerpos por defender el voto, y visitaba campamentos de entonces héroes en huelga de hambre. Recuerdo que me sacaron de uno por comer un sabroso elote frente al Gandhi mexicano.

Como todos a mi alrededor, grité contra el fraude electoral, hacía la V de la victoria con los dedos, perseguía a silbatazos a tiranos y cantaba oronda y divertida que “sacaremos a ese buey de la barranca…”. En solidaridad dejé de ver los noticieros de Televisa (aunque no las telenovelas). Esa fue mi forma de construir la democracia, esa utopía.

Cuando ésta por fin llegó (primero en ensayos locales, luego a nivel presidencial), probé el sabor amargo de la desilusión.

Porque los de la transición resultaron ser de continuidad. No desmantelaron estructuras corporativas de voto, siguieron castigando a la prensa rebelde y crítica, no tocaron el pelo a los corruptos expertos en ordeñar el presupuesto y tampoco investigaron los crímenes del pasado autoritario.

Las elbaester, romerosdeschamps, acostaschaparros, los echeverrías siguieron circulando como si nada.

Los nuevos pronto se parecieron a los viejos, con mayor o menor grado de decencia, según sea el caso, con algunas -casi nulas- excepciones.
Meter a “los nuestros” no fue la clave. Porque los nuestros se parecían tanto a los otros. Pasó lo mismo cuando comenzaron a gobernar los que se decían más puros.

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Pronto a esos que admiraba desde niña por lo que oía en mi casa los vi perdiendo la personalidad, el poder los descafeinaba, tenían el mismo corte de borrego alzadedos caricaturizado. Su estilo de gobernar se diferenciaba en pequeñas cosas.

Como periodista supe y publiqué de sus transas. Vi que si no robaban, se dedicaban a verse al espejo, a nadar de muertito soñando con la grande, agarraban vuelo para el salto de garrocha cual chapulines, o hacían obras para amasar puntos para su partido. Y muchas veces votaron en contra de la gente.

Un día me di cuenta de que ya era daltónica cuando trataba de mirar partidos políticos. Cada vez se me dificulta más distinguir sus colores. Esa misma sensación me visita en tiempos electorales, y especialmente cuando escucho resultados como los del domingo.

Festejo que el candidato proscrito por las televisoras ganó por alianzas anticorruptos apoyado por extremas derechas e izquierdas. Prendo la tele y veo a un dinosaurio de mañas arraigadas y cochino historial que intenta verse rejuvenecido, aunque se le salen colmillos y garras. Veo al viejo y corrompido cacique reciclado en su hijo. O cuando me topo que el que tiró “el sistema” se viste de demócrata al lado de los radicales. O que los de historial oficialista se camuflan de independientes aunque sudan olor añejo.

En la posmodernidad emblemas, historiales y colores importan poco cuando se trata de desbancar al tirano en turno, no importa quiénes viajen a bordo de los caballos de Troya, lo que importa es sacar al buey de la barranca, que gane el partido haiga sido como haiga sido.

En estas elecciones habló claro el voto de castigo. Que si fue contra la camada de gobernadores que financiaron a Peña. Que si tocó también a Mancera. Que si fue contra Peña y su fallido gobierno. Que si fue contra los dictadorzuelos estatales. Que si fue contra el cártel local. Hay múltiples explicaciones.

Algunos triunfos son de dar gusto. Otros no se disfrutan tanto cuando se sabe que los que llegaron son los mismos que se salvaron del naufragio y saltaron a tiempo al barco de la victoria.

Ah, pero eso sí: cómo se disfrutan los primeros días esos votos de castigo. Ese placer de ver a los malos gobernantes con cara de susto -como después de la revolcadota de una ola gigante- nadie nos lo quita.

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