3 de octubre 2016
Por: Wilbert Torre

Duarte en Los Pinos

Hace unos días —dice una versión que corre como las aguas de un río crecido— el gobernador de Veracruz llegó sin cita ni anuncios previos a Los Pinos. Dijo que estaba ahí para reunirse con el presidente Enrique Peña y un grupo de oficiales del Estado Mayor presidencial le pidió que esperara. Tras algunas llamadas hicieron las preguntas que debían hacer y le informaron que no estaba registrada ni prevista su visita.

—Por favor avísenle a Erwin Lino que quiero verlo— dijo Javier Duarte, molesto y poco paciente, en un intento desesperado por entrevistarse con el secretario particular del Presidente.

—El señor Lino tampoco lo recibirá— le hicieron saber.

Lo que sucedió enseguida es vertiginoso y confuso. Aparentemente Duarte quiso entrar por la fuerza para hablar con el Presidente y los hombres que se hacen cargo de su seguridad tuvieron un encuentro con los militares del Estado Mayor. Hubo empellones, cuerpos enfrentados, gritos.

En el momento más intenso de la revuelta entre guardias y militares el gobernador alzó la voz y antes de retirarse, fuera de control, hizo algunas acusaciones serias contra el Presidente y las instituciones.

En los pasadizos del poder ocurren historias que revelan gestos y sucesos repletos de significado no sólo para los hombres y las mujeres que forman un gobierno, sino para la sociedad sentada al otro lado del pasillo, un espacio donde se vive y respira una atmósfera muy distinta. Esta semana ocurrieron varios hechos que ofrecen una idea del clima social en un país cuyo sistema político en franca descomposición enfrenta una de sus crisis más agudas en décadas.

La versión ligada a Duarte, surgida de las oficinas principales de Los Pinos, permite una noción clara de los efectos políticos del hartazgo social ante conductas que por su larga permanencia en el país, como la corrupción y la impunidad —en particular la impunidad política— han provocado repudio y minado cada vez más la confianza ciudadana en la política y las instituciones; y también reflejan de manera nítida, como no sucedía hace tiempo, los estragos que la corrupción, el autoritarismo  y la impunidad están provocando en un sistema político hasta antes apartado, inmune e indiferente a las consecuencias de sus actos.

Cuando los oficiales del Estado Mayor y los guardias del gobernador intercambiaron palabras y empellones, el gobernador Duarte gritó que lo que le estaban haciendo era una infamia. Que las acusaciones en su contra tenían el propósito de utilizarlo para distraer y hacerlo pagar los costos políticos de Ayotzinapa a dos años de la desaparición de los 43 normalistas y una investigación cuestionada y desacreditada.

Duarte se refería a la investigación exhaustiva que la PGR puso en marcha sobre posibles ilegalidades graves ocurridas en Veracruz y el hecho histórico de que el PRI, su partido y el del presidente Peña, un partido que ha hecho de la impunidad un sistema de funcionalidad y subsistencia, lo hubiera despojado de todos sus derechos políticos y anunciara que colaboraría con las indagaciones.

Unos días después de la irrupción de Duarte en Los Pinos, el reportero Abel Barajas publicó en Reforma que un juez federal había ordenado la aprehensión del ex gobernador de Sonora, el panista Guillermo Padrés, acusado de defraudación fiscal y lavado de 8.8 millones de dólares.

Los actos de corrupción atribuidos a ambos gobernadores son tan escandalosos que para el sistema político —un sistema de complicidades e impunidad que se consolidó tras la firma del Pacto por México— ha sido imposible ocultarlos y mantenerlos en el limbo de impunidad habitual en la política mexicana.

Duarte y Padrés pertenecen a la que a fuerza de escándalos ya es la peor generación de políticos mexicanos en varias décadas. Es probable que ambos enfrentarán a la justicia para responder las interrogantes de los investigadores; pero hay una que sólo pueden responder el presidente Peña y las instituciones: ¿Por qué si hace años había indicios de abusos e ilegalidades las instituciones no intervinieron hasta ahora cuando es demasiado tarde?

Con todo el cinismo y la falta de vergüenza que lo caracterizan, la acusación de Duarte en Los Pinos toca un ángulo importante: el gobierno del presidente Peña ha decidido perseguirlo solo por una razón de cálculo político. Porque si dejara pasar las atrocidades del gobernador en Veracruz, el PRI arrastraría un lastre de corrupción e impunidad aún mayor que el que hoy lo hunde cada vez más en las encuestas. No ir contra el peor gobernador en la historia del puerto lo pondría en el filo de un suicidio político en las elecciones de 2018.

LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE WILBERT TORRE: LOS CABOS SUELTOS DEL PRESIDENTE

No se trata entonces de ninguna decisión trascendental en el PRI, porque si así fuera el partido fundado por Calles tendría que despojar de sus derechos partidistas al expresidente del PRI y exgobernador de Coahuila, Humberto Moreira, acusado de uno de los peores saqueos cometidos en un Estado en años recientes.

Las investigaciones contra Duarte y Padrés ha coincidido con otro escándalo político: la revelación de que Enrique Ochoa, presidente del PRI, recibió una liquidación millonaria por dos años de servicio en la Comisión Federal de Electricidad.

La súper liquidación pone en relieve dos cosas importantes en el régimen priista: la existencia de un entramado legal que hace posibles actos inmorales y corruptos, y los privilegios indebidos que benefician al club de amigos y cómplices que forman parte de la burocracia dorada.

Escribir que por dos años de servicio Ochoa recibió 1 millón 200 mil pesos no significa nada. Pero que los generales del Ejército reciben en promedio 1 millón de liquidación por 40 años de servicio pone en contexto una serie de injusticias e irregularidades, y explica  el saqueo monumental y hormiga al que ha estado sometido el país por décadas.

La revuelta entre militares de la Presidencia y los guardias de Duarte en Los Pinos pone en evidencia una ruptura en el sistema de impunidad que ha alcanzado en este país dimensiones intolerables.