29 de julio 2016
Por: Jesús Iglesias

HIGH RISE: LA DESTRUCCIÓN DEL RASCACIELOS CAPITALISTA

Partamos de una metáfora simple y clara: la sociedad capitalista occidental es un rascacielos. Los habitantes de ese amasijo de concreto, acero y vidrio, tienen la posibilidad de acceder al edificio y escalar sus niveles en base a un sistema hasta cierto punto meritocrático, y hasta cierto punto de nepotismo –no importa qué tan brillante seas, resulta casi imposible acceder a los niveles más altos habitados por el arquitecto y su prole–. El rascacielos es hermoso, y sus columnas dan la impresión de una solidez indestructible; nada parece ser capaz de derruir ese portento de construcción humana disfrazada de divina, y el sistema piramidal de castas sobre el que se erige promete armonía siempre y cuando sus habitantes no tengan muchas aspiraciones vitales; siempre y cuando comprendan que en la élite no hay lugares vacíos para ocupar: la armonía de la sumisión.

Es en ese rascacielos donde se desarrolla la trama de High-Rise, el más reciente filme de Ben Wheatley, quien con apenas cuatro cintas en su filmografía se ha convertido en uno de los directores más brillantes y arriesgados del Reino Unido, y que en esta ocasión toma como base la novela homónima de J. G. Ballard para elaborar, junto a la escritora Amy Jump, el guión de una de las películas temática y estéticamente más irrestrictas que se han visto en años.

Salto cuantitativo en presupuesto y producción respecto a sus anteriores películas, Ben Wheatley se arma con un elenco de primer nivel integrado por Jeremy Irons, Sienna Miller, Luke Evans, y el cada vez más notable Tom Hiddleston, quien encarna a un doctor que funge como enlace conceptual entre la ideología de “los de abajo” y la de “los de arriba”, y que como es de suponerse funcionará también como testigo presencial de la incapacidad de mantener ese orden falazmente sólido.

Brillante crítica social matizada con tintes de thriller de supervivencia y horror –como si Dawn of the Dead yThe Raid hubieran tenido un hijo con Noam Chomsky– High-Rise es una grandilocuente metáfora sobre la corrupción y ulterior desintegración del capitalismo, ese régimen político e ideológico que fundamenta su supervivencia en la inequidad de los grupos sociales, y que funciona como una maquina averiada que al consumir toda la esperanza de sus integrantes comienza a operar con el único combustible que le queda a la mano: el odio.

Preciosista y descarnado resulta el trabajo visual de Laurie Rose –fotógrafo de cabecera de Wheatley– quien consigue retratar la impoluta perfección del edificio inicial –con su aristocracia exquisita y su clase media moderadamente feliz– para luego devenir en un inesperado caos repleto de voluptuosidad y destrucción que resulta en secuencias de perturbadora e inusitada belleza.

High-Rise es una experiencia fílmica brillante y completamente desaforada; milagro que cada vez se ve con menos frecuencia en el cine financiado por las grandes compañías productoras, y que explica en gran medida la mala acogida que tuvo entre la crítica convencional, así como entre el público que pagó su boleto con la esperanza de asistir a un blockbuster ordinario. A pesar de todo, Wheatley sigue mostrando que es un director con coraje y arrojo, incapaz de hacer concesiones en pos del espectáculo convencional, y que a pesar de su atípica filmografía –tal vez una de las más variadas, brillantes y transgresoras de un director en activo– ha conseguido abrirse paso dentro del establishment fílmico, alzándose como uno de esos directores que jalan el carruaje del cine hacia el futuro, a pesar de los lastres superheroicos de siempre.

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