7 de junio 2016
Por: Aníbal Santiago

El juego que más te guste

El área de Pachuca era una selva donde se desata una guerra animal. En un espacio preciso: confusión, aullidos, caminos cerrados y dos rabiosas manadas de hienas enemigas que contemplaban la parábola elevada de una pelota sin dueño, su presa repleta de sangre, vísceras y jugosa carne. Funes Mori desvaneció su cuerpo para que en una tijera su botín impactara la pelota. Inexorable, ella avanzó hacia un arco del Pachuca que en un inconcebible desamparo imploraba resguardo.

De pronto, cuando al camino de la bola le quedaban centímetros para su destino, cuando en el Estadio del Monterrey 53 mil personas ya enroscaban los labios para formar el sonoro óvalo glorioso, surgió de la nada un hombrecito de amarillo. La pelota surcaba la línea de meta como un equilibrista sobre la cuerda, pero a paso lerdo, con la parsimonia de quien camina hacia un picnic, Óscar El Conejo Pérez avanzó un paso y medio sobre la frontera en fuego y estiró su brazo izquierdo. No mucho, no con violencia ni desesperación ni en un reflejo súbito como si esa jugada definiera que él, un jugador de 43 años y tres meses, pudiera ser campeón tras 18 años de no serlo. 18 años, el lapso desde que un individuo pasó de ser neonato a votar el domingo pasado.

No, El Conejo estiró el brazo y sobre la pelota abrió la mano en calma, afable, como si acariciara la cabeza de un perro. La pelota cayó y el arquero se tiró sobre ella. No la capturó: babeante depredador, Funes Mori se la extirpó. La pelota se alejó unos metros hasta un sobrepoblado territorio en disputa donde alguien, otra vez, la impactó con fuerza. Como un niño en un Metro que extraviado entre el gentío busca divisar a su padre, El Conejo movió la cabeza desesperado para descubrir a la bola, y en el instante en que entre nueve hombres ella apareció frente a su cabeza lampiña, otra vez a la puerta del gol, movió sus bracitos (hey, pa’, aquí estoy) que volvieron a expulsarla.

“Acaba de hacer esto con 43 años y tres meses”, pensé y me vi otra otra vez en la tribuna del Estadio Azul, a donde un día de octubre de 1998, hace casi 18 años, El Conejo me invitó a pasar para hablar con el periódico Metro sobre su origen: San Andrés Tetepilco, su barrio, donde de chico jugaba futbol llanero. Jeans claros, polo azul, backpack escolar y pelo (sí, pelo) negro en una mata de unos dos centímetros de ancho, el guardameta de 25 años me contó que un señor llamado David organizó el equipo Laboristas, como se llamaba la calle donde él y los otros pequeños jugadores se habían criado. “Me gustaba aventarme, volar y sobresalir. En esas canchas entras con todo y se te olvida que puedes lastimar: nunca mides las consecuencias. Ya a nivel profesional, haber adquirido ese valor ayuda mucho”.

Poco después el destino quiso cortarle las manos. Jugó en la escuelita del Atlante pero el club no lo quiso. Luego lo rechazaron Necaxa y Toluca. Con palabras o sin ellas, Óscar recibía el mismo mensaje: un portero no puede medir lo que un duende. Un día en que la luz no salía oyó al único entrenador que entonces lo creía un predestinado: Eleuterio López Patlán. “Me dijo: no bajes los brazos”.

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Óscar fue a Cruz Azul: “Seis (porteros) nos probamos; a unos les dieron las gracias el primer día y tres nos quedamos. A los tres días rechazaron a los que quedaban, y yo seguí. Cuando me pidieron que llevara mis papeles, sin saberlo, estaba entrenando con la Reserva Profesional. Fue curioso: iba todos los días y no sabía ni en qué equipo estaba. Que me avisaran que ya era parte de la Reserva fue una alegría increíble. Platicaba con los compañeros y me decían: nosotros ya jugamos en estadios. Estuve en la Reserva seis meses, hasta que salí a la banca del primer equipo”.

En un partido en el Azteca, el 21 de agosto de 1993, el portero Alberto Guadarrama se luxó el codo. “Yo estaba sentado, quitado de la pena. Me dijeron ‘calienta porque entras’. Me agarraron tan desprevenido que ni tiempo tuve de ponerme nervioso. En la cancha me puse chinito, no lo podía creer. Todos los compañeros, además de (el técnico Enrique) Meza y (el auxiliar) Luis Fernando Tena me decían: no te preocupes, trata de hacer bien las cosas pase lo que pase”.

Pasó que ese día, Óscar, de 20 años, no recibió gol.

Pronto vino la fama: “Me preguntaba: ¿cuándo me van a pedir autógrafos? ¿cuándo me ocurrirá lo mismo que a Pedro Duana, Porfirio (Jiménez) o (Héctor) Esparza? Hasta que me empezaron a reconocer y pedir autógrafos. La gente se acercaba y yo me llenaba de gusto. Ahora trato de ser amable. Tener fama y dinero fue un cambio brusco en mi vida, por eso trato de poner los pies sobre la tierra y no flotar. Soy una persona sencilla y vengo de una familia sencilla”, me dijo Óscar aquella tarde ante el césped del Azul.

En la final de hace 9 días contra Rayados, Óscar atajaba y reía, atajaba y reía, incrédulo, como si apenas ese domingo el tres veces mundialista se diera cuenta de lo que ha sido.

El futbolista que marcó en los segundos finales el gol histórico de los Tuzos, Víctor Guzmán, nació un día después que Óscar cumplió 22 años, cuando ya era un profesional consolidado. “Vacilamos de que podrían ser mis hijos”, le dijo minutos después de coronarse a la mesa de Univisión instalada sobre el césped del estadio regio.

-¿Te vas a retirar?-, preguntó el comentarista.

-No-, respondió el Conejo y con su guante derecho palmeó dos veces sobre la mesa, donde el “viejito”, con una sonrisa que le tironeaba la cara repetía como mantra: “estoy feliz”.

¿Y cómo hacen los hombres para no ser infelices?, nos preguntamos.

La noche del Pachuca campeón, Óscar secreteó en esa mesa cómo accede al antídoto de la felicidad que lleva a la eterna juventud: “jugando a lo que más me gusta”.

Jugar a lo que más te gusta a los 43 años, a la edad que sea.

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