18 de octubre 2016
Por: Aníbal Santiago

¡Aur ham khelane ke lie mila!

Subimos asiento y manubrio al límite, hasta el último milímetro, y por meses persuadí a mi hija con un “todavía puedes sacarle provecho”. Resignada a mi sabio consejo (cuyo fin era proteger la economía familiar), un día no pudo más: para pedalear debía plegar su cuerpo como contorsionista china del Circo Atayde. Nostálgico, lo acepté: era tiempo de decirle adiós a la vieja bici Bella Bike de primorosas violetas que desde chiquita la acompañó.

Acudí a Carlos, mi amigo experto en velocipedia: “Cómprale rodada 24”, sentenció con la jerarquía que da el conocimiento. Obedecí y en una tienda de Bucareli la nena eligió a ocho segundos de entrar una colorida bici Capressi: amor a primera vista. Aunque noté muy grande al aparato, no puse objeción. Rodada 24, pues, pero que resultó mucho para las callecitas de la Tabacalera. Sólo fue posible acarrearla a pie, serpenteando entre los puestos de fritangas y saltando baches. Llegamos al fin a la estación Reforma, donde metimos al Metrobús repleto la bicicleta, oprobio de los derechos humanos en el transporte público.

En la semana visitamos el Parque Tlacoquemécatl. Luego de que, tras varias acrobacias, con mi auxilio la pequeña logró montarse, al observarla imaginé un monito araña desesperado por controlar a un elefante alocado. Si las dos docenas de rodada eran demasiadas, los senderos angostos no ayudaban: al buscar el equilibro el volanteo violento arrojaba la bestia de acero a mamis con carreola y retoños de chupón, intimidaba a globeros, atacaba a carritos de helados Regios, amenazaba arbustos y demás flora local, y arremetía contra aristocráticos french poodle que para salvar sus vidas huían aterrados saltando con sus blancas pelambres perfumadas.

Dictamen: por el bien del barrio los ensayos debían ser en otro momento, libre de sobrepoblación. Y ese momento fue la mañana del sábado en la que aún flotaba en el parque el rocío nocturno. Detectamos desoladas a las canchas de básquet y las volvimos velódromo. Un éxito: por un buen rato mi hija consiguió domar al animal, grandote aunque noble.

Pero como nada es eterno, mi clase ciclista fue interrumpida por gritos que iban más o menos así: “¡aur ham khelane ke lie mila!”. Dos jóvenes, flacos, espigados y morenísimos invadían nuestro velódromo privado, escoltados por cuatro amigos que nutrían el alegre griterío. Tímido, le dije a uno que se acomodaba bajo una canasta, “¿van a usar la cancha?” (yo solo quería que el diálogo abriera espacio a la democracia). Me miró frunciendo la nariz, exclamó a sus cuates algo como “¡ab shuroo!” y entonces advertí lo que tenía en la mano: un largo bat aplanado. “¿Críquet?”, pregunté muy sabiondo, asintió y como mis clases de hindi no van tan bien nuestra conversación acabó ahí. Los seis jugadores de Islamabad, Delhi u otro rincón del Subcontinente Indio ya se lanzaban la pelota con los giros supersónicos de sus brazos como molinos. El bat conectaba la pelota y sálvese quién pueda.

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Mi hija y yo optamos por protegernos a un costado cuando Jairo Calixto, colega periodista que deambulaba por ahí, a través de sus gafas oscuras lanzó asombrado una mirada al show de nuestros vecinos. Sí, en la antigua México-Tenochtitlán se jugaba al críquet. Y entonces repasé el pedazo de mundo en que vivimos. María José, una chilena aspirante a chef que empuja un coche de plástico que su rubio hijo no abandonaría ni ante un tsunami. El turco Erdogan (llamémoslo así) y su mujer, que con sus dos hijos van y vienen entre la resbaladilla y el columpio con tanto entusiasmo que uno no sabe quiénes son en realidad los niños; la abuela argentina Ali, que cuida a sus nieto fuerte como Bam-Bam con paciencia de santa. Roberto, profesor español del Colegio de México, padre adoptivo de un bebé etíope quien al crecer —con sus travesuras cuasi delincuenciales— fue el terror de la colonia.

“¿Y no has visto a los coreanos?”, me informó Jairo antes de echar un vistazo final al duelo de críquet, despedirse y tuitear emocionado: “Fuimos testigos de un gran partido, mi hermano!”.

Mi hija y yo observamos unos minutos más el partido de los asiáticos junto a la bici inmóvil. De pronto, los vecinos formábamos ya una pequeña multitud que admiraba fascinada a los morenos y su insólito deporte que despedía la pelota a velocidad fulminante. Arriba, abajo, a los lados, y nos cuidábamos todos como ante una lluvia de meteoritos.

¿Queríamos democracia? Un sábado a mediodía los jugadores del bat aplanado exigían idénticos derechos que las propietarias de amenazantes rodada 24.

Bendito sea que en este país vuelto escombros aún encuentre refugio la sangre distinta.

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