8 de noviembre 2016
Por: Aníbal Santiago

La fotocopia de nuestra cara

¿Por qué las mujeres islámicas usan burka? ¿Por qué los varones rusos se besan en la boca? ¿Por qué los japoneses saludan inclinando el torso?

Corina me hizo ayer una pregunta simple, y yo percibí en sus palabras la ingenuidad del individuo que viene de otro país y en su acercamiento a una nueva cultura, sorprendido, pide una explicación de lo incomprensible.

“¿Por qué en México desaparece tanta gente?”, me cuestionó.

Su interrogación era frontal, sin retruécanos ni ambigüedad. La fotógrafa venezolana no entendía, tan sencillo como eso, que en sus paseos por el país, lo mismo Chiapas que la Ciudad de México, fuera tan normal ver pegadas en las paredes fotocopias en blanco y negro con títulos como “Boletín de urgencia”, “Alerta Amber” o “¿Le has visto?”, acompañadas con caras de mujeres y hombres: niños, jóvenes, adultos, ancianos. Y al lado, fichas técnicas con nombre, edad, altura, color de piel, señas particulares y una incierta y macabra coordenada final del tipo “Vista por última vez a la salida de la secundaria Emiliano Zapata de la colonia…”. Sobre el papel, todo se cerraba con un teléfono gubernamental para brindar información.

Le contesté a Corina lo que pude, lo que cualquiera de nosotros diría: los cárteles de la droga, la trata de personas.

Mi respuesta fue nada. Y fue nada porque cuando los mexicanos queremos interpretar las 26,898 desapariciones registradas hasta hoy no sabemos nada: acaso levísimas intuiciones que asoman cuando una fosa clandestina arroja cuerpos que un día fueron gente pero que la fatalidad mexicana las devuelve hechas carne y hueso. Carne y hueso que —por el caos del gobierno al que la justicia se le escabulle como agua entre los dedos— nunca más volverá a ser gente, por más que la autoridad repita 26,898 veces “llegaremos hasta las últimas consecuencias”. Las “últimas consecuencias” son la impunidad, esa palabra tan desgastada y extenuante que define a la geografía nuestra en este tiempo.

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Corina me pidió que me acercara a su celular. “Mira esto”, me dijo. Vi una foto que mostraba 40 caras impresas de chicas jóvenes, casi todas sonrientes, una junto a otra en una decena de columnas. Todas tenían a su lado una calavera con las concavidades de los ojos negras, negra su sonrisa. Y sobre cada una de las calaveras, un manojito de cempasúchil.

—¿Qué es?—, le pregunté.

—Una ofrenda de Día de Muertos que estaba en la calle Regina.

—¿Muertas o desaparecidas?

—Desaparecidas primero y muertas después— respondió.

Sobre el Día de Muertos, Octavio Paz escribió: “Muerte y vida, júbilo y lamento, canto y aullido se alían en nuestros festejos”.

Ya no. Por más cempasúchil que despida aromas, por más comida deliciosa que pongamos en las ofrendas a nuestros desaparecidos primero y muertos después, ya no hay vida ni júbilo ni canto. Todo es muerte, lamento y aullido.

Y entonces Corina me hizo una confesión: asombrada al recorrer un México empapelado con fichas de desaparecidos, acaba de abrir una cuenta en Instagram. Ahí, la joven venezolana compila fotos de esas blancas fotocopias con rostros de gente de la que nada se sabe y que ella va viendo en los muros durante sus caminatas por el país. A la misma cuenta, usuarios de esa red social ya han comenzado a enviarle las fotos de las fichas técnicas con rostros fotocopiados que a su vez ellos hallan a su paso, y que evidencian la más grande vergüenza: una nación donde todos podemos desaparecer donde sea, como sea, a la hora que sea.

Lo último de nosotros será nuestra cara sobre una fotocopia en una pared de una calle cualquiera.

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