Trump: errores y lecciones

Opinión
Por: Wilbert Torre

Lo que sucedió el martes en Estados Unidos es una lección de comportamiento social y las razones de una sociedad, un balde de realidad sobre las corrientes dominantes de un país —el gobierno, los partidos, la clase política y la prensa— siempre inmersas en una burbuja de poder y apartadas de la vida y el pulso del ciudadano común. Trump ganó la elección solo contra el mundo y eso tiene un mérito, pero ¿de qué manera contribuyeron los errores de sus adversarios a abrirle el camino a la Casa Blanca? ¿Qué circunstancias en la mesa del día a día de los norteamericanos lo llevaron a ganar?

Viví más de 10 años en el país de Disney y las hamburguesas, en Bethesda, un suburbio de clase media y más blanco que la nata, a 20 kilómetros de Washington, la capital de Estados Unidos. Ted, mi vecino, un rubio alto y con hombros de refrigerador, padre de cuatro niños, un tipo educado, tolerante y con pasaporte —un hecho que lo diferenciaba de millones de norteamericanos—  recibió con optimismo el triunfo de Obama en 2008 y los siguientes tres años lo vi seguir con interés todo lo que el primer presidente negro hacía en la Casa Blanca. Su discurso republicano jamás fue violento, pero un día cercano a las elecciones intermedias me detuvo en el jardín:

—Mi corazón está de acuerdo en lo que hace Obama por los negros, los latinos  y los pobres, pero cuando recibo la notificación de los impuestos que debo pagar y que ayudan a subsidiar a toda esa gente, mi cabeza no lo entiende: a nadie le gusta sufrir para que el dinero le alcance.

Mary Margaret, una rubia demócrata dedicada a cuidar a su padre de casi 100 años recibía con angustia las cuentas del seguro médico y de la enfermera que debía pagar: su pensión ya no le alcanzaba y a su edad difícilmente conseguiría un empleo. Una vecina a unas casas de distancia, madre soltera, proaborto y cercana a las comunidades negra y latina entraba en estado de pánico cada mes al constatar que el salario no le sería suficiente para cubrir los gastos del seguro médico anual de su hija. Otro amigo propietario de un pequeño negocio de construcción debía sobrevivir pagando los altos impuestos que castigan a la clase media.

En 2008 Obama ganó porque fue capaz de hacer que millones de estadounidenses se identificaran con su historia: un ciudadano con las suelas de los zapatos agujeradas y un par de años de experiencia política; un exactivista hijo de un africano y una norteamericana liberal y tan ciudadana de la calle como cualquiera. Hillary perdió porque no es Obama y su apellido es sinónimo de corrupción, dinastías y grupos de dominio, casi todo lo que hoy rechazan la sociedad norteamericana y las sociedades de nuestros países, entre ellos México.

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Trump ganó porque pudo llegar al corazón de millones de norteamericanos que necesitaban escuchar que alguien entendía y retomaba sus reclamos de repudio al poder y sus escándalos de sexo y corrupción; de salarios insuficientes, desempleo y oportunidades perdidas que una mayoría atribuye a los tratados comerciales y a los inmigrantes que toman los empleos que los norteamericanos con menor educación desprecian, pero que a pesar de todo representan un trabajo que no tienen.

Uno de los más graves errores cometidos por Clinton y sus aliados, entre ellos los más liberales, respetados y poderosos medios de comunicación, fue poner toda su energía y atención en los rasgos racistas, supremacistas, ignorantes, misóginos e intolerantes de Trump para hacerlo ver como un monstruo ante la sociedad norteamericana, en vez de entender y transmitir —cosa que Obama hizo con maestría en 2008— cuáles eran las tribulaciones y los problemas de esa sociedad.

Al final de la elección el monstruo que los medios sobredimensionaron pasó de lado, inofensivo, ante la mayoría de una sociedad norteamericana que no termina de resolver su historia con el racismo y parece genuinamente preocupada por terminar el mes sin más deudas y nuevas hipotecas, por pagar la escuela de sus hijos si no vive en un condado que le aporte educación gratuita y de calidad, y de tener al alcance de la mano el sueño americano que no es otra cosa que poseer el dinero suficiente para ir de compras al centro comercial de la esquina.

Cinco días después de la elección, Chris Dietz, un amigo propietario de una empresa de construcción, miembro de una familia de tradición republicana, me dijo que respiró tras el resultado. “Acá la gente votó por Trump porque es mejor en muchos aspectos, porque representa un cambio, porque es un profesional y no un político”, me dijo por teléfono. “Si Clinton hubiera ganado, mi negocio hubiera muerto pronto. A los Clinton millones los ven como unos corruptos que poseen una fortuna de 300 millones de dólares que hicieron vendiendo acceso y contratos”.

La principal pifia de quienes hicieron pronósticos fue concentrarse en Clinton y en Trump —en sus propias expectativas y deseos—, y no voltear a ver a la gente para escucharla y tratar de entender sus anhelos y frustraciones.

Trump es presidente y deberá dejar de actuar como un payaso, un misógino, un racista y un intolerante. Está obligado a enviar mensajes de conciliación a las minorías; a los países cercanos y distantes a Estados Unidos; a los supremacistas y la amenazante ola de odio que desde un día después de la elección comenzó a levantarse; a los pobres, a la clase media y a los mercados financieros del mundo enloquecidos tras su victoria.

Trump tiene delante un enorme desafío: demostrar que el sistema al que venció estaba podrido y que él, un forastero en ese territorio, es capaz de impulsar los cambios políticos, económicos y sociales que su país necesita.

Es esto, o sepultar a América —como ellos llaman con arrogancia a los Estados Unidos—, si decide llevar adelante tan sólo la mitad de sus promesas de campaña, incluido el muro que comenzó a levantarse en la frontera en el gobierno de un presidente llamado Bill Clinton.