Quienes son el Imperio

Especiales Opinión
Por: Antonio Ortuño

Soy un heterosexual de mediana edad. Estoy casado bajo la única ley que reconozco, que es la federal, y mi esposa y yo educamos a nuestras hijas al margen de cualquier religión, porque no profesamos ninguna. No se me ocurriría, sin embargo, que el resto de la humanidad esté obligada a pensar y actuar del mismo modo que yo lo hago, como no espero que todo mundo comparta mi afición por las Chivas, el Atlético de Madrid, el rocanrol o los Chocotorros. Descreo de esa perniciosa idea, tan en boga, de que la identidad de alguien más pone en peligro la mía. Salvo si ese alguien, claro, pretende hacerme compartir la suya a catorrazo limpio.

Refiero todo esto porque me parece que la Iglesia Católica, para variar, está asumiendo que, en el debate sobre el matrimonio igualitario, defiende las posiciones de cierto tipo de personas, entre las que según sus cuentas figuramos muchos como yo (repito: casados, heterosexuales, etcétera). Y no. Francamente, mi postura (y la de otros muchos millones de personas a las que fingen representar) no está fatalmente ligada a las ideas cavernarias de estos señores.

Sinceramente, no le guardo ningún respeto a la Iglesia Católica como institución. Lo que tengo son muchas dudas sobre su actuación. ¿Cómo es que la Iglesia, por ejemplo, pontifica sobre asuntos sexuales cuando sus miembros, según su curioso credo, deben comportarse de un modo asexuado? ¿Cómo es que opina sobre lo que uno debe o no desear un sujeto que, en teoría, está por encima del deseo como un sacerdote? ¿Si a la Iglesia le preocupa tanto la reproducción y perpetuación de la especie humana, cómo es que ha privado de reproducirse (insisto que en la teoría, porque la práctica es otra cosa) a tantísimos millones de curas y monjas, apartándolos de la posibilidad, que tanto pondera, de ser unos amorosos padres y madres de familia?

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¿Cómo es que la Iglesia, en un alarde de descaro, denuncia el supuesto “Imperio Gay”, una hipotética instancia autoritaria con influencias en todos los órdenes del poder político y social, que se dedicaría a decirle a la sociedad cómo es que debe vivir? ¿No es justamente eso la Iglesia, un Imperio que se ha concentrado durante siglos en dictarles a millones de creyentes el modo en que deben actuar en cada aspecto de su vida pública, privada e íntima?

El mundo ha sido siempre un lugar hostil, violento, inseguro y cruel. La Iglesia lleva dos mil años de predicar el amor universal y, sin embargo, contribuyó y sigue contribuyendo a la infelicidad, marginación, negación y humillación de millones de personas, al increparlas, exhibirlas, agredirlas, al insistir en que son anormales y al movilizar a miles de sus fieles como un auténtico ejército que lucha para que se les sigan negando los derechos a otros miles.

Entonces, pues: ¿quiénes son el Imperio del mal aquí?