La capital mexicana provoca escritura y estímulo en quienes la caminan, la padecen y la recrean desde sus márgenes y sus afectos
Pocas ciudades en el mundo han sido escritas tantas veces como la Ciudad de México, y sin embargo, parece que nunca terminará de describirse. Si pensamos en las crónicas de los modernistas, las novelas de la generación Beat y la poesía del siglo XXI, la CDMX se representa como una criatura mutante que cambia con cada autora y autor, con cada barrio y colonia, con cada época y contexto.
Lo que distingue a nuestra capital como materia literaria, más allá de su escala física con 9.1 millones de habitantes para este 2025 (o más de 21 millones considerando el área conurbada del Valle de México, según el Consejo Nacional de Población), es su densidad simbólica. Aquí conviven el pasado mexica, la herencia colonial, la modernidad posrevolucionaria y la distopía contemporánea, a veces en los mismos lugares, calles y líneas genealógicas.
Esta enorme complejidad hace que cada obra ambientada en estos rumbos sea también una forma de interpretarla, y es que como dijo Carlos Monsiváis: “La Ciudad de México no es para ser explicada, sino para ser narrada”. Así lo demuestran también autores como José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska, Juan Villoro, Maria Luisa Puga o Roberto Bolaño, quienes han hecho de la ciudad un personaje a veces maternal y a veces devorador.
Historias que se desbordan
La CDMX inspira porque no se deja definir nunca por un sólo texto. Aquí lo sublime y lo rutinario coexisten sin conflicto; el ruido puede dar pie a la introspección más profunda; una caminata de apenas quince minutos puede atravesar siglos de historia, capas de identidad y fantasmas que persisten. En sí misma, esa es una forma de literatura: inabarcable y contradictoria.
En la San Rafael, alguien escribe en una libreta mientras espera que la comida esté lista; en la Doctores, un grafitero inscribe versos en persianas metálicas; en Coyoacán, alguien corrige una novela en un café. En los pasillos del Metro, en las esquinas del Centro Histórico, en los bares de Insurgentes, se oyen frases que piden ser convertidas en cuentos, poemas, crónicas. Lo inspirador también está en lo disonante: a veces el tráfico es una forma de meditación forzada y los tianguis son diccionarios vivos. Todo eso es narrable, todo eso pide ser contado, y la muestra es el sinfín de libros que día a día siguen apareciendo.
Hay quien dice que para escribir sobre la CDMX hace falta humor, otros dicen que hace falta rabia. O incluso una especie de resistencia íntima, porque aquí cada quien encuentra su propia versión, y por eso también hay infinitas formas de escribirla.
Letras que nacen del asfalto
La literatura hecha desde esta ciudad no intenta explicarla porque sabe que eso es imposible. La abraza como contradicción. En El vampiro de la colonia Roma, Luis Zapata transforma la urbe en un escenario de deseo y marginalidad, donde los callejones y hoteles de paso son tan importantes como los protagonistas. José Emilio Pacheco, en Las batallas en el desierto, recurre a la nostalgia de un momento histórico en transformación, donde la memoria personal y la historia urbana se entrelazan sin poder separarse del todo.

En La noche de Tlatelolco, Elena Poniatowska convierte el dolor colectivo en testimonio coral, haciendo que la ciudad hable a través de sus víctimas y testigos desde 1968. Cristina Rivera Garza, por su parte, explora en su obra el lado fantasmagórico y desdibujado de la urbe, donde los cuerpos desaparecen y las palabras intentan reconstruir lo que la violencia cruelmente se encargó de borrar.
Dolores Castro, una de las grandes voces del siglo pasado, escribió desde la contemplación, como si entre tanto ruido citadino aún fuera posible encontrar silencio. Alguien por ahí dijo alguna vez que la imprescindible novela Los detectives salvajes del chileno Roberto Bolaño ha hecho más por el turismo cultural en la CDMX que muchos programas gubernamentales, y en cierta medida, pareciera que la capital no necesita promoción turística para ser un destino imperdible si tenemos a su favor la literatura. Estas autoras y autores han sentido la ciudad, la han padecido y la han devuelto en forma de memoria, cuerpo y deseo.
En sus múltiples versiones, nuestros recovecos cotidianos se escriben desde abajo y hacia adentro. Son un archivo emocional que se reescribe cada vez que alguien mira distinto lo que millones ven todos los días. No importa si se vive en una unidad habitacional de Iztacalco o en un edificio afrancesado en la colonia Juárez: algo de esa experiencia puede transformarse en historias dignas de ser contadas.
Y eso es quizá lo más potente, que en medio del ruido, de la desigualdad y del vértigo, aún haya quienes se detienen a mirar y a escuchar con asombro, para convertir un instante en un par de palabras afortunadas.
- La calle Donceles, en el Centro Histórico, es famosa por sus librerías de viejo y ha sido escenario de novelas como Aura de Carlos Fuentes
- Juan Villoro, en su libro El vértigo horizontal, explora las historias y los secretos que yacen detrás de lugares, calles y personajes de la ciudad
- La ciudad de los poemas, antología compilada por Claudia Kerik, captura la esencia y la atmósfera de la ciudad a través de más de 500 textos
En la San Rafael, alguien escribe en una libreta mientras espera que la comida esté lista; en la Doctores, un grafitero inscribe versos en persianas metálicas; en Coyoacán, alguien corrige una novela en un café