Metafísica del aeropuerto

Especiales Opinión
Por: Daniel Saldaña París

Mi récord son cinco horas y 19 minutos. Algunos pensarán que es una exageración, que no tiene ningún sentido llegar con tanta antelación a un aeropuerto. No voy a contradecirlos, pero les tengo una noticia: hay muchas cosas que no tienen ningún sentido. Llegar temprano a los aeropuertos es mi modo de resignarme a ello.

Empezó como un miedo: a perder el vuelo, a que chocara el taxi de ida, a que hubiera un problema con mi pasaporte, a que hubiera un problema conmigo. Nunca he perdido un vuelo. Nunca me han negado el acceso a un avión. Y sin embargo, lo sigo haciendo: cuatro horas antes, en promedio. El tráfico nunca es tan brutal como para detenerme tanto. Aun así, he aprendido a mentirles a los taxistas, cuando me preguntan a qué hora sale mi vuelo, para llegar unos minutos antes. No suelo desvelarme para salir de fiesta, pero si tengo un vuelo a las 7 a. m. prefiero no dormir en toda la noche, para estar atento al reloj y salir a tiempo. “La pura neura”, reza el diagnóstico amateur entre mis conocidos.

Pero también hay algo más. El silencio políglota de una sala de embarque a las 4 a. m. El paisaje de paisanos durmiendo como faquires sobre las bancas incómodas de la terminal 1. La cara de sueño de la dependienta que abre la cortina de la tienda de perfumes a las 5 en punto. El sabor del café requemado bajo la luz blanquecina del pasillo. Las bandas transportadoras que siguen funcionando aunque no lleven nada. El rechinar de unas rueditas de equipaje de mano obsoleto… Hay una estética del aeropuerto vacío de madrugada que me provoca un placer culpable, irrenunciable, quizás perverso.

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Cuando me miro en el espejo del baño de un aeropuerto, muy temprano, y veo mi rostro ojeroso, siento que me parezco más a mí mismo que cuando me miro en el espejo del baño de mi casa. No hay selfie que le haga tal justicia a mi angustia: ahí y entonces me reconozco y, como en un poema de Nezahualcóyotl, intuyo la fugacidad y la impermanencia características de lo humano. No puedo explicar este fenómeno (y no quiero hacerlo: me permito este misticismo de bolsillo).

En general, cuando tengo un tiempo de espera en cualquier sitio (en un café, en la sala de espera de un médico, en el transporte público) lo empleo leyendo, o viendo fotos en Instagram, o escuchando podcasts con mis audífonos. En los aeropuertos renuncio a todos esos rituales con los que habitualmente aligero la espera. En cambio, camino doblado por el peso de mi mochila de un extremo a otro, hasta que los pies me obligan a sentarme en cualquier silla, y entonces miro fijamente a la nada. Tengo entendido que algunas personas encuentran un reposo similar en un templo, o en contacto con la (madre) naturaleza. Yo he elegido los aeropuertos como último reducto de mi inactividad, de mi aburrimiento, de mi caer-en-cuenta. Sólo en los aeropuertos me permito aceptar que no tengo nada que hacer, más que vivir a la espera. A la espera de que una voz anónima, por una bocina con estática, anuncie mi turno para ascender al cielo.