El siglo pasado transformó el rostro urbano de la CDMX, dejando estilos sin igual en sus fachadas, pero que también hablan de una realidad social que ha dejado herencia
Por Emiliana Pariente*
La arquitectura produce formas y en eso se parece a la escultura. Pero la arquitectura, además, es habitable. Xavier Guzmán Urbieta (historiador, arquitecto y autor de Juan Segura: Un arquitecto mexicano en la construcción de la modernidad del siglo XX, entre otros libros) es enfático al compartir esa premisa.
En esa habitabilidad, que es la que hace que la disciplina arquitectónica (dotada de humanidad) tome en cuenta factores de carácter social, orientación, sustentabilidad, medio ambiente y contextos locales, se encuentra la gran diferencia entre una creación cuyo fin es su valor estético y decorativo, y una que, además de eso, tiene una función social.
Es ahí donde hay que poner el acento, dice Guzmán, porque así entendemos la arquitectura como una secuencia en desarrollo (no necesariamente lineal) que se nutre de la integración de elementos, corrientes, estilos, tendencias y necesidades humanas, y por lo mismo un proceso que viene a solucionar un problema y que no se puede separar del contexto geográfico y sociopolítico en el que se desenvuelve.
Para hablar de la arquitectura que se desarrolló en la Ciudad de México durante el siglo XX, hay que tomar en cuenta que a finales de 1800 y principios de 1900, el país se encontraba en plena dictadura de Porfirio Díaz, quien estuvo en el poder desde 1876 hasta 1910.
La llamada Paz Porfiriana, el intento de Díaz por hacer de la capital un foco económico y social, sus ganas de proyectar y posicionar el país hacia fuera como un referente de estabilidad política, así como su profunda admiración (y gran tendencia aspiracional) por todo lo que producía Francia, sumado a un arribismo ostentoso generalizado y el valor que ciertas clases sociales le atribuían a todo lo que venía desde el exterior, sentaron las bases para que a finales del siglo XIX y principios del XX, la arquitectura tomara otro rumbo.
Y si hasta entonces la matriz interpretativa, en términos estéticos y culturales, había sido la fusión entre la cultura prehispánica y la colonial, en el porfiriato se incorporaron las visualidades (y sus bagajes) de corrientes que se estaban desarrollando en Europa. El resultado, que se dio de manera progresiva, fue una suerte de implementación de estilos foráneos adaptados a la realidad local.
A esto, como explica el historiador de arte especialista en arquitectura mexicana del siglo XX, Uriel Vides, se le suma la llegada de la modernidad y las ganas de hacer ostento de tal, incluso cuando eso implicaba un aumento en las desigualdades sociales, una represión incisiva hacia los grupos subversivos, un centralismo cada vez más notorio y, con eso, un abandono y marginación absoluta de las poblaciones vulnerables que estuvieran fuera del eje central.
En esa intersección (que considera también otros factores nacionales e internacionales) aparece un estilo único y ecléctico, incluso. O, como dice Vides, un diálogo entre distintas tradiciones que se ven en estos estilos arquitectónicos (que no se plantean como propios de una sola época o generación).
Arquitectura ecléctica
Esta corriente es quizás la más comúnmente asociada al porfiriato. La Casa Antonieta Rivas Mercado, diseñada y construida entre 1893 y 1897 por el arquitecto Antonio Rivas Mercado, en la colonia Guerrero (calle Héroes 45), es uno de los emblemas del estilo.
Sus columnas dóricas, robustas, sin adornos y muy propias de la arquitectura griega antigua, se mezclan armónicamente con los balaustres renacentistas de la terraza, elementos prehispánicos que adornan las pilastras, azulejos y frisos moriscos, el estilo victoriano de las puertas, las ventanas góticas y aún más detalles que crean conciliación de lenguajes.
“Se habla de arquitectura porfiriana como si fuese un estilo en sí mismo, pero en realidad es un guiño a ese periodo histórico en el que hay muchos revivals, mezclas, arquitectos extranjeros muy bien evaluados y que no le temen a la experimentación”, indica Vides.
Art nouveau
Heredera del barroco y del romanticismo, la base del diseño de esta corriente es la línea curva, las figuras asimétricas y el alarde decorativo. Asimismo, el uso de recursos artísticos aplicados a la arquitectura, tales como la herrería, el aplanado de superficies para obtener un acabado uniforme, la carpintería en elementos decorativos y el uso de mosaicos.
Eso se puede ver hasta el día de hoy en varias colonias de la ciudad, entre ellas la Roma Norte, donde en 1916 se construyó la Casa Prunes, emblema del estilo. Remodelada en el 2006, hoy alberga el restaurante y bar Casa Prunes (es el bar 94 en los 50 Best Norteamérica).
Art déco
Esta corriente del siglo XX (que se desarrolla en Europa en un periodo de posguerra y en México entre los años 1920 y 1950, después de la Revolución) también es parte del legado del porfiriato.

El Edificio Ermita, construido entre 1929 y 1936 en la intersección de las avenidas Jalisco y Revolución, en la zona de Tacubaya, corresponde a éste. Tanto las puertas, como sus vitrales de vidrios coloridos y los barandales del interior, son característicos de este estilo mayormente geométrico y focalizado en el uso de las líneas rectas. El uso abundante de granito artificial en guardapolvos, ménsulas, remates y detalles decorativos también es propio de este estilo.
Aún hay más estilos arquitectónicos por explorar, como el funcionalismo y el brutalismo. Pero, por lo pronto, lánzate a las calles “centrales” de la CDMX a redescubrir su arquitectura.
En la época porfiriana, la CDMX se limitaba a la zona central. Al norte el límite era la colonia Peralvillo; al sur, la Obrera; al poniente, Chapultepec; y al oriente, la zona de Lecumberri. Después de la Revolución se expandió hacia zonas como Coyoacán y Tacubaya
Da clic aquí para leer el reportaje completo en nuestra revista de junio
*Texto adaptado para Chilango Diario