La CDMX es más que tres barrios. Somos una ciudad inmensa, casi interminable, y hay demasiadas –DEMASIADAS– cosas buenas para comer
Por Pedro Reyes*
IG: @piterpunk
Pareciera que todo está hablado. La gentrificación es el tema de conversación número uno de los últimos dos o tres años en el chilango. Fue la pandemia el acelerador, pero (también ya lo hablamos) el desplazamiento urbano existía en nuestra ciudad desde antes.
Previo a la llegada de los nómadas digitales durante el confinamiento, fuimos nosotros quienes con la llegada del nuevo siglo desplazamos a quienes vivían en la Roma y la Condesa desde los años 70, 80 o antes. Las rentas también subieron en aquel entonces, gente también tuvo que buscar nuevos domicilios. Entonces, ¿qué es diferente ahora? Que quienes están provocando este desplazamiento son extranjeros. Y eso nos duele.
Los mexicanos somos más xenofóbicos que patriotas. Creemos en la tan peligrosa teoría del “otro” que nos define a partir de todo eso que no somos. En su Orientalismo, de 1978, el activista palestino-estadounidense Edward Said explica cómo Occidente creó un Oriente imaginario para reafirmar su superioridad. Estados Unidos ha vivido de eso por años: con los rusos, con el Islam… Los judíos lo hicieron con los palestinos, los europeos con el “mundo incivilizado” durante la colonización de los pueblos. “Nosotros” existimos porque no somos “ellos”.
En México desdeñamos lo que no es propio. No nos gusta que nos vengan a decir qué hacer, qué comer, a dónde salir. No nos gusta tampoco que se hagan las cosas de un modo diferente: eso que hoy el flamante, y naranja, presidente del gabacho también sabe hacer rebién.
Indudablemente podemos quejarnos de los precios. Es importante hacernos escuchar sobre el alza de las rentas, la especulación inmobiliaria y, sobre todo, la falta de políticas públicas que garanticen el derecho a una vivienda justa para las mayorías. Pero creo firmemente que el discurso xenofóbico se debe erradicar inmediatamente y a toda costa, sobre todo si lo que vamos a tomar como argumento es que “ahora hay negocios de comida foránea, con platos caros” o, peor aún, si vamos a izar la bandera de los “tacos fresas y caros” mientras marchamos encabronados. ¿Cómo es posible que vayamos a romperle los vidrios a negocios con más de 10 o 20 años y que, encima, son de propietarios mexicanos?
Aprovechar la gentrificación
La gentrificación, queridos, es inminente. Los aranceles también. Celebremos el poder sacarles unos dolaritos a nuestros visitantes ahora que ya se dieron cuenta de lo increíble que es esta ciudad. No sé si se acuerdan, pero hace 25 años ni quien quisiera venir. Éramos sólo una escala antes de ir a Cancún o Los Cabos. Somos, por fin, la ciudad global que siempre quisimos ser. Y en todo centro neurálgico de las grandes ciudades del mundo, vivir es caro.
¿A quién le alcanza para vivir cerca de Trafalgar Square, a unos metros de los reyes de Inglaterra? ¿Quién puede darse el lujo de vivir en un departamento de 180 metros cuadrados sobre Central Park? No cuesta lo mismo comer sushi en Ginza que en la última estación de la línea amarilla, aunque esté igual de bueno. Nos va a tocar movernos, sí. Pero no es el fin del mundo.
Léanlo bien: nunca antes se había comido tan bien en esta ciudad como ahora y una parte de eso es gracias a la cantidad de propuestas que llegaron de fuera. Si hay un panadero que dice ser “el mejor del mundo” y decidió venir aquí, yo les preguntaría: ¿es mejor tenerlo entre nosotros que no tenerlo?
Opciones para todos
Parece que la alarmante gentrificación sucede, en su mayoría, en tres colonias (poco más de seis kilómetros cuadrados en total) a las que, paulatinamente, se les sumarán tres o cuatro barrios más. Sospecho que a un ritmo menos acelerado, quizás me equivoco. Pero sería muy estúpido de nuestra parte vernos a nosotros mismos como nos ven ellos.
La CDMX es más que tres barrios. Somos una ciudad inmensa, casi interminable, y hay demasiadas –DEMASIADAS– cosas buenas para comer. Basta verle la cara de éxtasis a esos extranjeros cuando se acercan a un comal y prueban el tlacoyo de $20 que nosotros damos por hecho.
Entonces, ¿cuál es mi propuesta? Ten un carnicero, ve al sobrerruedas el día que toca, ve a la pescadería, regresa a las fondas, compra en la tienda de abarrotes, protejamos el patrimonio cultural, vayamos a nuestros tacos consentidos (y dejemos de hacer corajes por los tacos brandeados) y volvamos a tomar café al precio justo.
El otro día regresé a la Roma (donde viví por ocho años y terminé por irme) y me tomé un espresso americano a $28 (y no a $70) en el puesto de Martín, como lo hice siempre. Si nos quejamos del alza de los precios es porque tal vez estamos yendo a los lugares equivocados. La ciudad es gigante, amigos. Hay de todo y para todos.
Sobre las taquerías nuevas, siempre habrá opiniones encontradas. Las ha habido toda la vida. A mí me gusta verlas llenas de extranjeros, pero también de familias mexicanas. Cada quien paga sus tacos a lo que puede y quiere. Si lo piensan bien, mientras más taquerías haya, eventualmente vamos a tener más oferta local y, con suerte, mejores opciones. De cada 20 ejercicios saldrá, cuando menos, uno bueno.
No es mala noticia: antes se trataba de emular las cocinas francesa, italiana, vasca, con resultados intermitentes. Ahora es mejor visto que cada quien lleve su sazón de casa tan lejos como pueda. Eso está lindo. Para nosotros y nuestra gastronomía.
Queridos lectores, “Winter is coming”, se escucha desde el Norte. Los invito a que dejemos de arrojar piedras sin sentido y seamos mucho más inteligentes a la hora de consumir. Esa debe ser, para mí, la bandera de la resistencia.
*Texto adaptado para Chilango Diario