Un día en la ciudad comestible

Especiales

Desde el taco callejero y ambulante hasta los restaurantes de la lista de los 50 Best cupieron en este libro, 24 horas de comida en la Ciudad de México, un viaje geográfico y temporal a través de la ciudad que nunca deja de comer.

Por Margot Castañeda (@marchcastaneda)

24 horas de comida en la Ciudad de México

Su título es literal. 24 horas de comida en la Ciudad de México (Planeta, 2018) relata un día en “la ciudad comestible”. Alonso Ruvalcaba, quien escribió, y Andrea Tejeda, quien hizo las fotos, exploraron esta gigantesca urbe con la mirada audaz de los fisgones. Buscaron definir “la ciudad inabarcable” y se valieron de la comida para transitar sus distintas profundidades.

Alonso y Andrea hicieron un libro “sobre la ciudad que decide poner el acento en la comida, pero que no deja de visitar todas esas otras capas —dice Luis Reséndiz, el editor—. El sismo, la urbanización, las rutas comerciales, la tradición (gastronómica pero también social), la historia misma de la ciudad” y también de aquellos que comen en ella. Los que la habitan, la definen, la aman, la cuestionan y la aborrecen todos los días en un ciclo de hermosas contradicciones que “necesita” repetirse.

La ciudad tragona

Un día, cualquiera. Desde que la Central de Abasto recibe a los tantos camiones que vienen a alimentar a “la ciudad insaciable” a las 4:30 horas, hasta que algún borracho piensa en un taco antes de chocar con aliento a cuba en Circuito Interior a las 3:40. El relato es a coro. Hay decenas de voces hablando —algunas veces al mismo tiempo—, discutiendo —otras veces sin saberlo— sobre los panes, la comida ambulante, las albóndigas de fonda, el buebito con catsun del almuerzo, los tacos —todos—, las tortas —de todo—, las garnachas —de calle y de “autor”—… todo lo que devoramos en “la ciudad de trabajo y de la prisa, del ruido y de la chinga”.

Leer provoca hambre, pero el antojo no es inmediato ni fácil; no viene de una foto decididamente “antojable”, sino de la descripción minuciosa, transparente, efusiva y sin prejuicios —ni “bueno” ni “malo” ni “correcto” ni “auténtico”—.

“No es un logro menor transmitirle al lector a qué sabe la salsa de estos tacos de canasta —dice Luis—. Así que sí: es un libro comestible”, pero más por la experiencia de comer que por lo que se come.

(Recomendación: lo mejor es leer este libro en tránsito, cuando vayan rumbo a la taquería, la cantina, la tortería o el restaurante japonés más caro de la colonia, y prepárense para emocionarse, enojarse, y quizá hasta llorar con el corazón un poquito roto. 24 horas de comida en la Ciudad de México es un verdadero viaje en roller coaster lleno de cariño, sabor, hambre y coraje por nuestra ciudad que también es “inhóspita, misógina, homicida, nunca en sus cabales…”, inabarcable.)

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De naturaleza colectiva

La polifonía del libro hace que la lectura tenga una textura sabrosa, como la de una gordita martajada rellena de nopales y quesito. Esta crónica está contada por Alonso y por Andrea, pero también por otros. No hay una autoridad que lo sabe y lo dice y lo recomienda todo; hay hambrientos que comen y hablan y defienden lo que conocen. La colectividad es la naturaleza de este desbordante ensayo que apareció, en su primera versión mucho menos ambiciosa, en el ahora extinto periódico Frente, en 2015.

Así empezó todo: Alonso reunió voces que hablaban de comida y las esparció en 20 capítulos. Las fuentes son muchísimas: entrevistas que él hizo o que encontró en YouTube, chats de WhatsApp, tuits, crónicas, poemas, canciones, críticas de escritores que alguna plataforma reputada publicó y opiniones de comensales que se tomaron dos minutos para dejar un “recomiendo…” en Foursquare.

El juicio de Alonso está, pero no es ruidoso. Deja hablar a sus invitados mientras él se hace oír desde arriba, quizá desde el cielo gris a punto de la tormenta donde ha estado observando y pepenando retazos de nuestras conversaciones diarias que, al parecer, siempre están empachadas de tanta comida.

Le costó pero guardó silencio. Habló solo una vez, en el más sensible capítulo, el de la ciudad que “está rompiéndose siempre”, como nosotros. Nosotros los peladores de nopal en la Central, los taqueros de canasta, las cocineras callejeras, los voceadores de tianguis y los hombres y mujeres a los que el libro, como queriendo y no, rinde homenaje.

Claro que “hubo cosas que se le escaparon y que quizá entren en futuras ediciones —dice Luis—: los animales o el campo. Con suerte, habrá tiempo. Ojalá. Si las placas tectónicas nos lo permiten…”.

Las fotos, como la ciudad

“Las fotos de Andrea son como la ciudad —dice Alonso—, puedes perderte en ellas”. El libro, 24 horas de comida en la Ciudad de México,  las intercala entre sus páginas, pero se ven mejor juntitas, como pedazos de una mirada amplia, incluyente y profundísima de la ciudad que es “abierta como un atril”.

El material fotográfico, abundante, se escapó de la edición impresa cuando el libro mutó a lo que ahora es: un ensayo, crónica, memoria y cuento largo que se lee de corridito. Sin embargo, los ensayos completos y llenos de carnita se pueden ver —y volver a ver y volver a ver y volver…— en el sitio 24horasdecomida.com. Vayan, las fotos sacian. Además, ahí vive, a partir de hoy, el capítulo perdido del libro. Prepárense un café y vayan.

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