Un nuevo museo chilango

Especiales
Una de las pocas casas museo en la CDMX también es la tercera sede del Soumaya: la última vivienda de un hombre con conocimiento enciclopédico que, apenas adolescente, fue asesor de arte virreinal

Durante la última etapa de su vida, Guillermo Tovar de Teresa, uno de los mayores historiadores y coleccionistas de arte en México, decidió volver a la colonia en la que sus inquietudes estéticas e intelectuales tomaron forma: la Roma. Su abuelo, Guillermo de Teresa y Teresa, fue un erudito que vivió en una casa señorial, ubicada en el número 78 de Jalapa, y en cuya estancia, rodeada de libros y cuadros, se avivó, desde una edad muy temprana, la voracidad cultural de quien fuera bautizado por Fernando Benítez como “El niño Tovar”.

Pero la historia y la arquitectura ecléctica (art nouveau, art déco y vanguardia) de la Roma y sus inmediaciones, nunca dejaron de estar presentes. Varios años después, en su juventud, rentó un departamento en la calle de Toledo, en la Juárez; luego se mudó al número 228 de Colima, y, por último, en 1995, adquirió una casa en ruinas (Valladolid 52, tan solo a un par de cuadras de distancia), que data de las postrimerías del Porfiriato y se convirtió en la bóveda de su acervo y sus pasiones.

Los trabajos de restauración le llevaron a Tovar de Teresa dos años —según cuenta Alfonso Miranda, director del Museo Soumaya— y uno de los cambios más notorios fue la colocación de un pasillo ajedrezado para darle independencia a cada salón.

La fachada fue construida en 1911 por el arquitecto Gustavo Peñasco, y la casona, tal como se acostumbraba en la época, tenía sendos salones para coser y fumar, una cocina de humo y una cocina seca, pruebas vivientes de tradiciones decimonónicas que desaparecieron o cambiaron en el tránsito hacia la modernidad.

Otro elemento que definió la nueva apariencia del lugar fueron los colores utilizados por el cronista para identificar las áreas: en un salón, por ejemplo, predomina el amarillo; en otro, el rojo. De manera simultánea, Tovar estableció el grado de amistad que tenía con sus invitados a partir del acceso a dichos espacios: una muestra de su confianza era permitirle a alguien visitar las zonas donde se resguardaban las piezas por las que sentía más celo.

Al principio del recorrido hay una sala de recepción con el árbol genealógico de las familias Tovar y de Teresa. “Aquí se encuentran las pasiones de estudio de Guillermo y, en primer lugar, el arraigo del patriotismo criollo y el entendimiento de que los mexicanos somos un ente diverso. Su relación familiar abarca desde la fundación de Nueva Galicia, que hoy es parte de Jalisco (sus antepasados fueron los primeros en tener la concesión de la Corona para rentar tierras en la Nueva España), hasta el siglo XX, cuando Fernando de Teresa trajo el primer automóvil al país”, puntualiza Miranda.

En su linaje también se incluyen los nombres de José Joaquín Pesado, José Bernardo Couto y José López Portillo y Rojas, tres escritores y políticos centrales del XIX mexicano, periodo histórico abordado en el salón amarillo.

“Hay miniaturas, retratos y una tapa de arcón que el propio Guillermo adaptó como mesa y cuya efigie es el águila republicana”, continúa. “Después, en la sala de textiles rojos, se resguardan los cuadros novohispanos más preciados de la pinacoteca: bellas imágenes de Luis Lagarto, artista del que hay poca obra; un escudo de monja, La Sagrada Familia con Santa Catalina, y un óleo de enorme factura, San Antonio y el Niño, dos obras de Luis Juárez. De este espacio se pasa a uno donde las tonalidades azules tienen mayor presencia y hay dos lienzos enormes: el primero y el más destacado es La Virgen Inmaculada, de Baltasar de Echave y Rioja; el segundo es el retrato que Miguel Cabrera hizo del beato don Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Puebla.

“Luego viene el comedor, una réplica que solicitó a Héctor Rivero Borrell, entonces director del Museo Franz Mayer. Guillermo le pidió que le permitiera hacer una réplica de la mesa de Franz Mayer. También hay dos lienzos de Agustín Arrieta y un coco chocolatero, recipiente utilizado en la época novohispana para beber chocolate, que le perteneció al emperador Maximiliano de Habsburgo. Sigue el dormitorio, un espacio de intimidad y respeto. En la recámara también hay un relicario que aún tiene cera de Agnus Dei, el cual se atribuye a Andrés Lagarto, y una vitrina con múltiples objetos. En el librero está lo más selecto de su biblioteca, los llamados incunables americanos, las primeras ediciones de Sor Juana, Quevedo y Góngora”.

Entre los 22,000 volúmenes destaca el mecanuscrito de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, anotado por el crítico Emmanuel Carballo, al igual que los primeros ejemplares de libros de Jorge Luis Borges, Octavio Paz y Julio Cortázar, y dos cédulas reales de Carlos V para el asentamiento franciscano en la Nueva España.

La fototeca, con piezas de Edward Steichen, Manuel Álvarez Bravo, Juan Rulfo y Graciela Iturbide, así como una imagen de las damas de compañía de Carlota de Bélgica (copia al papel salado), da cuenta de otra de las grandes pasiones de Tovar de Teresa.

En la planta baja, en el jardín victoriano, quizá un visitante afortunado pueda ver los fantasmas que aparecieron en la vida del historiador: el sabor del tequila, el humo del tabaco y las oraciones a San Ignacio de Loyola.

Una parte del vasto acervo ya ha sido digitalizada y puede verse en el Soumaya-Plaza Carso. Pronto también habrá un micrositio para ampliar las redes de consulta. El museo está en Valladolid 52, Col. Roma, abre todos los días, de 10:30 a 18:30, y la entrada es gratuita.