Desde aquí se oyen los balazos

Opinión
Por: Aníbal Santiago

Extenuado, Ji-Hoon Kim acabó su entrenamiento y al ver que me acercaba con un micrófono se sentó como autómata en un aparato de ejercicios con la mirada resignada, como pensando “qué fastidio”. Entendí las razones de ese joven, El volcán de Goyang City, cuando dentro del gimnasio del hotel texano de Laredo uno de sus angloparlantes asistentes me explicó el método para entrevistarlo: “Me haces la pregunta en inglés, se la traduzco a su manager al coreano y su manager se la traduce a Ji-Hoon al idioma que nuestro boxeador habla, el gyeonggi”.

No imaginé complicado el procedimiento hasta que el peso welter -gotas en las sienes y vendas en las manos- respondió mi primer pregunta sobre la pelea que sostendría ante el mexicano Títere Vázquez: emitió en gyeonggi sus palabras, que se volvieron coreano en voz de su manager y pasaron a ser inglés en boca del asistente hasta al fin llegar a mí, reportero de TV Azteca.

Por cada pregunta, una travesía de ida y vuelta de ocho turnos cuyas respuestas, editadas al rato en una lap-top, se tornaron español esa tarde de agosto de 2010 para que la previa del combate pasara en el noticiario Hechos.

Concluida la agotadora nota -una monserga en cuatro idiomas- me sentía grogui. Para distraerme subí a un balcón del hermoso hotel La Posada. Me apoyé en un barandal. Atrás mío reposaba Laredo, armónica ciudad estadounidense con su Plaza de San Agustín limpia, arbolada, silenciosa. Y frente a mí, la antípoda: el turbio afluente del Río Bravo resguardado por el muro fronterizo sobre el que divisaba en toda su amplitud la mexicana Nuevo Laredo, gris, caótica, bárbara, humeante.

De pronto, una voz: “Desde aquí se oyen los balazos”, me informó una camarera a la que le hice plática mientras contemplaba desde el mundo de paz que nuestros pies pisaban ese otro mundo: el territorio de la guerra tamaulipeca donde se masacraban los Zetas y el Golfo. A mis espaldas, el inicio de USA: pacífico proveedor de armas y receptor de droga. Delante mío, el inicio de México: indomable surtidor de droga y receptor de armas.

El domingo, a la mañana siguiente de la pelea donde el pobre Ji-Hoon fue apaleado, el crew de la televisora cruzaba la línea: nos adentrábamos en México para volver a la capital del país. Sólo conservo tres recuerdos de Nuevo Laredo: las calles desiertas con casas donde los pobladores se atrincheraban; un pequeño tanque bélico (ignoro si de un cártel o el ejército) abandonado en una calle; un Oxxo abierto, última grieta con vida humana visible en una ciudad a la que el terror había dejado parapléjica: menos de dos meses atrás el candidato del PRI a la gubernatura, Rodolfo Torre Cantú, había sido asesinado por el narco junto a tres asesores en otro punto del estado. Y hacía 28 días que un choque de horas que incluyó granadas entre narcos y Ejército había dejado tendidos en estas mismas calles a 12 cadáveres.

Con miedo, metimos el acelerador rumbo al Aeropuerto Internacional Quetzalcóatl en un auto rentado, como si un monstruo nos soplara la nuca. Queríamos huir de Tamaulipas, el patíbulo al que una semana después llegarían los 58 hombres y 14 mujeres centroamericanos ejecutados por la espalda por los Zetas en San Fernando, para luego ser apilados como reses y abandonados hasta la descomposición. Y si no bastaba, la Segunda Masacre de San Fernando iba a llegar en meses. Esta vez, sin embargo, el asesinato masivo alcanzaría a 193 personas.

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Para ese momento, hace ya seis años, Tamaulipas era un caso perdido, una tierra abandonada a la maldita suerte de un fuego cruzado que se llevó a la pacifista María del Rosario Fuentes, colaboradora de “Valor por Tamaulipas”; al alcalde de Hidalgo, Marco Antonio Leal; al presidente de la Asociación Ganadera de Aldama, Arturo de la Garza; a la editora del diario Primera Hora, María Elizabeth Macías; y hace días al secretario general de la Federación de Trabajadores de Victoria, José Morales. Y desde luego, a miles de mujeres y hombres más sin exposición pública.

La degradación de Tamaulipas no es un simple infortunio azaroso, hijo natural del abandono. Su ruina más parece un destino empujado a la fuerza, a propósito, por el poder político que a la muerte y la devastación les arranca fortunas: los exgobernadores Eugenio Hernández, Tomás Yarrington y Manuel Cavazos han sido investigados por presuntas ligas con el crimen organizado.

Desde los días de la entrevista con Ji-Hoon Kim, nada se pudo hacer (nada se quiso hacer) para que esa entidad no fuera la número uno en secuestros en 2015, con 230, 21% de todos los que el año pasado sufrió el país. La muerte tampoco cede.

Y en medio de esa anarquía deliberada, la eficiencia, la velocidad, la pulcritud con que se logró ayer el rescate del futbolista Alan Pulido.

Así lo tuiteó Alejandro Hope, jefe de justicia de El Daily Post: “Una de dos: Alan Pulido fue víctima de los secuestradores más incompetentes del planeta, o hay algo que no han querido revelar (…) son tan brutos que no le vendaron los ojos ni le ataron las manos ni le quitaron el celular” para evitar que pidiera auxilio al 066, teléfono que tenía insólitamente fresco pese a que hoy reside en el puerto griego de El Pireo.

Cierto. O hubo un arreglo secreto o estamos ante una preciosa coincidencia: causante de un desastre de al menos 10 años, la justicia tricolor de Tamaulipas se alza como certera, genial heroína, seis días antes de las elecciones.

La gesta que salvó al futbolista hace pensar mal en un país donde quien piensa mal, acierta.