La violencia como síntoma

Opinión

Dice el músico, artista y escritor David Byrne que la arquitectura es una manifestación que revela la manera en la que los habitantes de una ciudad se perciben a sí mismos. Extendiendo dicha analogía, podríamos decir que el temperamento de una ciudad es un termómetro que representa el estado interior de los habitantes que la constituyen. En la última semana presencié dos golpizas sórdidas en la calle, producto de los más absurdos y estúpidos accidentes. En el peor de ellos, un joven de 20 años vapuleó a un hombre de 50 años hasta ser sometido por la multitud de un vagón atestado en la estación del metro Universidad.

Habían pasado tres trenes absolutamente colmados sin que nadie pudiera subir o bajar de ellos. Cuando llegó el cuarto, el joven de 20 arremetió contra la muralla humana provocando que el hombre mayor se defendiera levantando levemente el codo a la altura del pecho (yo estaba hacinado a unos cinco cuerpos de distancia). Acto seguido: “Qué pinche ruco, muy verga ¿no?” “Me estás aventando, hay un niño atrás de mí”. “Niños tu puta madre”. Luego, encontrando un espacio imposible dentro de la mole, el veinteañero comenzó a expulsar codazos y golpes secos y sordos a la cara, a la nariz del hombre que entre incrédulo y sangrante no alcanzó a emitir siquiera un lamento. El metro aún no había arrancado, la puerta se abrió y la multitud sometió y arrojó al golpeador que logró zafarse y huir corriendo.

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Más allá del brote individual que puede significar un episodio como éste, la violencia y la ira que caracterizan la vida cotidiana en la ciudad dan fe del nivel de frustración y dureza que campa en la cotidianidad de la inmensa mayoría de los habitantes. De la misma manera que no podemos achacar a los cientos de asesinos solitarios que hay en los Estados Unidos a psicopatías disociadas de los enfermos fundamentos de aquella sociedad, la violencia que corroe las interacciones sociales de nuestro entorno son un síntoma inequívoco de la brutalidad que se ha impuesto como modelo de supervivencia cotidiana.

Lo grave de la situación es que pareciera ser un despeñadero que no tiene fondo. Avanzamos hacia el cultivo de un modelo económico y político (el neoliberalismo) que encarna en sus entrañas la idea de que las sociedades no existen, sino que existen individuos que deben ver al otro como un adversario en pos de la enfebrecida carrera por conseguir siempre algo más. Una carrera en la que está cimentada buena parte de nuestras vidas y de la que la inmensa mayoría somos copartícipes.