Ojerosa y pintada

A veces me da la impresión de que a la ciudad la vemos ojerosa, lóbrega, tristona… Pero luego me acuerdo de que se pinta de colores y que resulta fascinante, sobre todo en fin de semana, cuando olvidamos lo mucho que podemos odiarla. Ojerosa y pintada, pispireta, coquetona pero jodida, desvelada, mallugada.

Ahora que no nos dejaron ser Ciudad de México, y que seguiremos con eso de ser el no-estado llamado “Distrito Federal”, me acordé de que en los “antiguos años” (celudixit) éramos una ciudad con mucho menos autonomía.

Hace 20 años, cuando empezó este proceso de la Reforma Política del DF, ¿cómo éramos? Yo casi lo olvido, vamos, no me acuerdo ni de qué color eran los taxis, ¿fue la época de los taxis verdes? ¿O ya estaban los modelo Iron Man?

El jefe de Gobierno era AMLO –2005 fue el año de su intento de desafuero, basta mencionar eso para recordar su ríspida relación con el gobierno federal, ¿no?– y estrenábamos Metrobús.

Antes de eso, puro micro… y Metro, que nació en 1969. ¿Se imaginan esta ciudad antes de que existiera la limusina naranja? ¿Sería menos ojerosa?

En 1960, Agustín Yáñez (si, el de Los de abajo, que tooodos tuvimos que leer en secundaria) publicó Ojerosa y pintada. Dos años antes, Carlos Fuentes había sido el primero en retratar este nuevo estilo de vida urbano con La región más transparente (nótese que ningún tótem literario ha dedicado nada al DF).

Ojerosa y pintada –título inspirado en un poema de López Velarde– es la historia de un día en la vida de…¡adivinen! Un taxista.

Pero el taxista no es el personaje principal, sino el narrador de la Ciudad de México, que entonces gobernaba -sin ser gobernador- Ernesto P. Uruchurtu (ni a Jefatura de Gobierno llegábamos, el regente era designado por el señor-presidente-de-la-nación y don Uruchurtu fue designado ¡tres veces!– ¿qué pasó con la no reelección?; casi 15 años duró su mandato). Cuando era niña, varios “adultos mayores” aún añoraban la dura mano del “regente de hierro”, hágame el favor.

Hace muchos años descubrí Ojerosa y pintada, y hace poco la releí. Me volvió a enamorar, quizá porque esa voz de taxista -personaje- ciudad permite ver y oír cuchicheos, sombrerazos y atisbos de un naciente urbanismo que tan cosmopolita se sentía y que tan provinciano nos podría resultar hoy.

¿Qué ciudad contaría en estos tiempos un taxista? Cada vez que me encuentro uno de esos que hace turnos de 12 horas y parecen haber recorrido cada calle en cada arruga, me pregunto qué chismes les ha dado esta señora de colores chillantes y ojeras agudas.

Esta ojerosa y pintada que no es la ciudad que heredamos, que no es la de sus grandes antepasados ni de sus inevitables miserias, sino la ciudad que amamos y odiamos, que nos fascina y nos abruma, y que construimos cada uno desde su propia gloria, se llame como se llame.

(ALMA DELIA FUENTES)