LA GUERRA NO TIENE ROSTRO DE MUJER

Opinión
Por: Marcela Turati

¿Existe un alma femenina? Cómo se transforma cuando se enfrenta a la guerra? ¿Qué ven, qué piensan, a qué sueñan, cómo viven y sobreviven las mujeres enviadas al frente de batalla? ¿Recuerdan distinto? ¿Cómo se adapta su organismo cuando están cercadas por la muerte? ¿Siguen siendo mujeres?

El libro La guerra no tiene rostro de mujer de la nobel periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich trata sobre la participación rusa en la Segunda Guerra Mundial, pero nos presenta la parte eliminada de este y otros episodios históricos: las vivencias de las mujeres. Porque entre el millón de rusos que participaron en esa guerra hubo también mujeres que lo mismo fueron enfermeras, artilleras, lavanderas, pilotos, cocineras, transmisoras de radio, francotiradoras o tanquistas.

Leer la historia del pueblo que ha sido marginado de ese capítulo histórico desde la versión de las ignoradas, las invisibles, las borradas, se convierte en una sorpresa, un regalo, un guiño fraterno.

“En lo que narran las mujeres no hay, o casi no hay, lo que estamos acostumbrados a leer y a escuchar: cómo unas personas matan a otras de forma heroica y finalmente vencen”, escribe la periodista, “los relatos de las mujeres son diferentes y hablan de otras cosas. La guerra femenina tiene sus colores, sus olores, su iluminación y su espacio”.

Para este libro que algunos describen como “literatura del horror”, por sus descripciones tan humanas que rasguñan el alma, Alexiévich recolectó por años cientos de voces de mujeres entre las que descubrimos esos otros registros distintos a los masculinos y que nos cuentan de qué color es y a qué huele la guerra, qué pájaros la habitan, a qué suena la tierra en un combate, cómo crujen los huesos, cómo agoniza un ser humano, cómo llora un perro, cuáles recuerdos se fijan en la mente, cómo se siente el abrazo de un árbol.

La belleza es una búsqueda constante de las mujeres, lo reflejan sus relatos.

(“Recogí unas violetas. Un ramito pequeño, lo até a la bayoneta”)

(“Como la noche en que me puse el vestido de novia que me hice yo misma, con vendas”)

(“En la guerra está prohibido recordar lo más tierno… Lo tierno está prohibido)

(“Moriré en este combate. Tengo un presentimiento. He ido a ver al cabo y le he pedido ropa interior nueva”)

La escritora se mete a la intimidad de esas jóvenes, muchas de ellas adolescentes, enlistadas por voluntad propia para defender a su patria y en cuyas almas, cuerpos, rostros y sueños la guerra dejó su marca implacable. En las páginas vamos descubriendo el dolor que sienten por abandonar a los hijos o el costo pagado por no asumir el rol de ama de casa. Nos descubre que, incluso en la línea de fuego, se esperaba de ellas ternura, una sonrisa, que no se amargaran. Nos muestra cómo viven la sexualidad, el acoso, las violaciones o qué pasa cuando viene la menstruación.

(“¿Cómo se podía dar a luz cuando te rodea la muerte?”)

(“Nuestro organismo cambiaba hasta tal punto que durante la guerra no éramos mujeres. No teníamos eso de las mujeres… Las menstruaciones… Bueno, ya me entiende…”)

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El libro da cuenta de la doble guerra que vivieron las combatientes. Aunque su papel fue indispensable, una vez terminado el conflicto, al regresar a casa, fueron tratadas como putas, olvidadas por sus compañeros de armas, castigadas por la gente, excluidas como intocables. La victoria no fue compartida con ellas.

(“Al principio nos escondíamos, ni siquiera enseñábamos nuestras condecoraciones. Los hombres se las ponían, las mujeres no. Los hombres eran los vencedores, los héroes; los novios que habían hecho la guerra, pero a nosotras nos miraban con otros ojos”)

(“Rompí a llorar: ‘Habláis del honor, del respeto. Y mientras tanto nuestras chicas son casi todas solteras. Nunca se han casado. Viven en pisos compartidos. ¿Quién se compadeció de ellas? ¿Quién las defendió? ¿Dónde os escondisteis después de la guerra? ¡Traidores!”)

Este libro es también un relato sobre las emociones que habitan esa gran guerra, los sentimientos y detalles cotidianos que las bibliotecas ocultan, y que por ello su relato es más doloroso, más vívido, más cercano. Nos enfrenta a las distintas dimensiones de la guerra que destruye vidas, hace picadillo los cuerpos, marchita almas, envejece rostros, tritura sueños.

(“Hubiera sido mejor que me hubieran herido en el brazo o en la pierna, que me doliera el cuerpo. Porque el alma… duele mucho”)

(“Tengo nietos. Tengo hijos, tengo esposa. Pero perdí mi alma… Me falta mi alma…”)

(“Perdí las lágrimas… El don de llorar, ese don tan de mujeres”)

(“Tengo la sensación de haber vivido dos vidas: una de hombre y otra de mujer…”)

Los libros de la periodista bielorrusa son como cajas de música que coleccionan voces de personas -no personajes, personas reales- que recuerda lo que vivieron durante Grandes Episodios Históricos (como el accidente nuclear de Chernóbil, la caída del mundo soviético o –en este caso- la segunda guerra). Los relatos desgarran, enmudecen, sacan lágrimas, pero también acarician y ayudan a descubrir, entre lo más profundo del horror, pequeños gestos de belleza, guiños de esperanza, detalles de amor que permiten la vida.

Alexiévich es una suerte de científica que examina a través de un microscopio a personas anónimas llenas de recuerdos, y escruta en sus memorias, tristes y luminosas, cómo afrontaron el horror. Con sus respuestas intenta responder las preguntas sobre lo que nos hace humanos, sobre la humanidad que compartimos.

(“Las flores inundan nuestra casa, cada día miro por la ventana y veo el mar, pero todo mi ser desfallece de dolor, mi rostro ya no ha sido nunca un rostro de mujer”)

(“Durante la guerra me enamoré tanto de la gente que ya no podré dejar de amarla nunca”)