OAXACA: VOLVER AL FUTURO

Opinión
Por: Marcela Turati

Un camión en llamas, sin conductor, se abre paso entre la multitud que avanza furiosa por una calle larga, estrecha, flanqueada por bardas de conventos antiguos tan largos que se convierten en callejones sin salida, en estanque que concentra asfixiantes y enceguecedores gases lacrimógenos lanzados desde el otro extremo, por la policía. Se escuchan tiros desde las azoteas; vuelan bombas molotov que escupen clavos en vez de esquirlas. Entre la neblina, siluetas humanas ¿desmayadas, heridas, sin vida?

El aire tóxico, el cuerpo (agitado) pegado a la pared, hasta que un brazo te jala a otra calle. Sientes el azote del chorro de coca-cola en los ojos abiertos, el kótex empapado de vinagre que alguien te pega a la nariz para abrirte los bronquios. A tu alrededor gente que vomita la peste atenazada en la garganta; gasolineras y edificios históricos convertidas en hogueras; estampidas de turbas enloquecidas (unas disparando, otras huyendo). Oaxaca arde. Este es el operativo de “recuperación” de la legalidad.

Por la noche, cuando la ciudad finge descansar, el dedo vengador, la razzia sangrienta casa por casa, el castigo (detención-tortura-cárcel-pena máxima) a toda persona con historial de protesta. La pinza atrapa a quienes encuentra en la calle, cerca del centro, niños incluidos.

Con ese operativo que, tras varios intentos fallidos, el gobierno calificó de exitoso terminaron los seis meses del conflicto social en Oaxaca. Hace 10 años. Un conflicto surgido en estas mismas fechas a partir de un violento desalojo a maestros que en la capital del estado protestaban por mejoras salariales; a su indignación se unieron otras indignaciones populares que se manifestaron plantando barricadas por toda la ciudad.

En 2006 la protesta fue triturada. Los periodistas ese año anotamos con sangre los nombres: Sicartsa, Atenco y Oaxaca.

Todavía el año pasado algunos protagonistas de la revuelta oaxaqueña se lamían las heridas. Me hablaban del terror que estaban exorcizando, lo que significó la persecución ensañada, el truene del proyecto comunitario, las desconfianzas. Algunos empezaban a alzar la cabeza, a mirar hacia los lados, buscaban recomponer la columna vertebral de toda articulación posible que parecía trozada.

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En 2016 pareciéramos vivir la misma historia: el grito del magisterio, Oaxaca, un violento ensayo de desalojo (ahora orquestado por un gobierno de izquierda, que había prometido no ser como el déspota anterior, y auxiliado desde el federal, el mismo que ensangrentó Atenco).

El saldo del operativo de un día: ocho asesinados, 22 desaparecidos (aún no aparecen), cientos de heridos (ciudadanos y policías), encarcelamiento masivo y líderes con delitos que se pagan con encierro en la máxima seguridad.

En otro escenario un periodista asesinado –Elidio Ramos– y el mismo día de su muerte se escucha el mismo señalamiento nebuloso de 2006 (con Brad Will): “lo mataron los del magisterio”.

Este año –apenitas terminada la Comisión de la Verdad que investigó los crímenes de hace una década– otra vez el mal cálculo que opta por la fuerza, no por la negociación, sin medir el arraigo de los maestros y el historial de resistencia del pueblo. Una vez más, en cuanto tumbaban una barricada otra era levantada. Otra vez, a las protestas magisteriales (ahora contra las evaluaciones educativas aplicadas a rajatabla) se sumaron otros agravios, los nuevos síntomas del “mal humor” ciudadano: las resistencias a los megaproyectos y los despojos generalizados, la economía de hambre, los golpeados sin justicia del pasado.

Y en este forcejeo de tecnócratas contra rudos de vida dura, el sur profundo (Oaxaca-Guerrero-Chiapas) amenaza con encenderse como sistema volcánico.