Las ventajas de ser viajero frecuente

Opinión
Por: Marcela Turati

No hay lugar que me inspire más para hacer ejercicio que los aeropuertos. Cada vez que entro a uno corro inspirada por sus pasillos, esquivo obstáculos, salto escaleras, empujo el peso de mi maleta y aventajo orgullosa a otros corredores con mi misma motivación: llegar antes de que cierre la puerta del avión.

Los aeropuertos tienen además otros encantos que el de sustituir al gimnasio. Son también sitios perfectos para practicar la meditación zen, especialmente en la madrugada: cuando llego antes que mi equipaje que, por alguna extraña razón, tarda horas en hacer su aparición en la banda transportadora después de haber sido olfateado (y quizás meado) por perros delatores.

Pasar la noche en un aeropuerto a veces forma parte de una aventura de supervivencia en junglas desconocidas en la que, cual fallido émulo de Robinson Crusoe, debes buscar el rincón perfecto para acampar sin tienda, cobija, agua, comida y certezas. Otras veces descubres que ya hiciste equipo con los desconocidos que viajaban contigo y se organizan para protestar juntos porque la aerolínea nos dejó varados en medio de la nada (siempre surge un líder al que sí obedeces).

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La experiencia no termina ahí. Un avión —especialmente si su ruta es transoceánica— es el sitio perfecto para pretender que eres alguien distinto. Es un buen lugar para practicar el estiramiento de las clases de yoga a las que nunca acudes, para ver las películas lacrimosas que sólo te permites bajo condición de anonimato, para desconectarte del mundo ya que tienes prohibido el celular, para platicarle toda tu vida al pobre desconocido del asiento de enseguida (sino eres tú el pobre desconocido quien lo escucha), para quitarte los zapatos en público pese al hoyo en el calcetín y, a veces, sólo a veces, para beber aquel espeso jugo de tomate que nunca comprarías en tierra firme.

Otra faceta que un vuelo te permite desarrollar es la de monje moribundo la cual encarnas en cada turbulencia cual si estuvieras poseído, sin necesidad de practicarla. A cada zarandeada del avión sueltas un padrenuestro, mil avemarías y todas las jaculatorias conocidas y por conocerse, y recuerdas amoroso a los tuyos, les dictas mentalmente tus últimas palabras con todo y testamento, agradeces a la vida, cierras los ojos y aprietas el estómago deseando que la vida te de otra oportunidad a cambio de ser mejor persona.

Aunque en cuanto pisas tierra firme, te sabes a salvo y debes enfrentar situaciones más banales como salir del aeropuerto sin pagar una millonada, se esfuma la experiencia filosófica del tercer tipo que viviste mientras volabas y vuelves a disfrazarte de ti mismo.