Ciudad de necios | Cuando robamos los víveres

Opinión

Después de sobrevivir al terremoto, vienen otras pruebas que no son réplicas, sino sacudidas morales, tal vez igual de devastadoras que la sísmica.

Comienzo por recordar el nacimiento de eso que llamamos sociedad civil organizada. Su génesis es chilanga, ni más ni menos. En el acta de nacimiento de esa sociedad civil organizada se lee “1985”, año en que un terremoto destruyó parcialmente el entonces DF. De los escombros, la muerte y el dolor, se levantaron mujeres y hombres que espontáneamente decidieron ayudar. El país renació. Con sus manos, levantaron edificios para salvar a otros que estaban agonizando entre las ruinas. Esas mujeres y hombres de todas las edades se organizaron para salvar la vida de alguien más al que no conocían, pero que querían vivo.

La suma de voluntades se volvió milagro. En 1985, fuimos testigos de miles de milagros que rebasaron a los inútiles e incompetentes muñequitos en el gobierno: desde el bueno para nada presidente De la Madrid hacia abajo. Toda la pirámide de poder y corrupción resultó rebasada por la tragedia, la pirámide de poder político se cuarteó. El vacío lo llenó —y de sobra— la sociedad civil organizada.

Desde aquellos años, el activismo se volvió un peso en la balanza de la vida pública y no ha dejado de ser un milagro en medio de las desgracias naturales y políticas.

Pero sucede algo que contrasta con todo esto que les cuento. Eso de decir que todos los mexicanos llevamos un milagro de bondad dentro es, además de una cursilería, una mentira. Los mexicanos también llevamos un hijo de la chingada dentro.

Tras el sismo del jueves, hubo políticos que hicieron proselitismo y se tomaron fotos sobre los escombros; los hubo quienes llegaron a repartir despensas y dinero condicionando la ayuda a la promoción política; vendrán los que prometerán la reconstrucción a cambio de apoyar a sus candidatos. Hijos de la chingada.

TAMBIÉN TE PUEDE INTERESAR: ¿Dónde hay centros de acopio para ayudar a los afectados por el sismo?

Regularmente, los pobres son los primeros en morir. Vean las cifras de damnificados y los lugares donde se cayó (y perdió) prácticamente todo. Miles de millones de pesos gastados en programas sociales para prevenir estas muertes y que pasaron de una mano a otra sin llegar a los de abajo. Los pobres en este país son un buen negocio para los de arriba.

Pero lo que más duele es ver una escena como esta: un camión de redilas vuelca sobre la autopista que va de Puebla a Orizaba; al quedar sobre un costado, se abrió parte de su techo y sobre la carretera quedaron esparcidos litros de agua embotellados, comida en lata, cobijas, medicinas y todo eso que alguien más donó para los de Juchitán, el municipio más afectado desde el jueves; tras el accidente llegaron decenas de vecinos de la autopista, pero no para ayudar a juntar los víveres, subirlos a otro camión y mandarlos de inmediato a quienes los necesitan, ¡sino para robarlos! Rateros de la desgracia, hombres y mujeres (hasta niños) esculpidos en el mármol de la desfachatez de la desvergüenza.

Algo está podrido dentro de uno cuando preferimos robar los víveres a ayudar para poner derecho el camión que se volteó. Hijos de la chingada.

¿Qué se siente robarle la comida al que se muere de hambre? ¿Cómo se llama eso de robarle la cobija a alguien que vio caer su casa y que esta noche muere de frío? ¿Qué se siente quitarle la cobija a alguien que no se cubre más que con el recuerdo de sus hijos sepultados entre los escombros? Estas cosas no tienen nombre, solo autores: un grupo de hijos de la chingada.