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Opinión
Por: Wilbert Torre

Mi padre era un tipo chabacano, bohemio y bailador. Siempre tenía palabras amables para quienes le rodeaban y poseía una especie de magia para atraer a la gente que deseaba contar sus penas o alegrías. Debajo del bigote tieso como dibujado con crayón, siempre brotaba su sonrisa de dientes falsos. Casi nunca se molestaba. Pero cuando eso ocurría, el rostro se le enrojecía y pronunciaba una retahíla de las majaderías que jamás pronunciaba.

El año 82 debió haber sido uno de sus peores años: en menos de tres meses lo vi pasar de un nivel de furia extremo a otro de tristeza infinita.

En septiembre, el presidente José López Portillo decretó la nacionalización de la banca, llevándose con ella los ahorros en dólares de miles de mexicanos, entre ellos los pocos ahorros de mi padre, y en diciembre murió mi abuela, a quien le profesó un amor eterno hasta su propia vejez, cuando juraba que podía verla sentada junto a él, escuchándolo tocar el Madrid de Lara en el piano que le siguió en innúmeras mudanzas.

Estos días, escribiendo un libro que relata la vida circular de un país –las crisis económicas que una generación y otra hemos visto pasar y repetirse como los caballos de un carrusel–, he pensado mucho en papá, en el país que vivió, en el país que yo habito y en el país en el que viven y vivirán mis hijos.

LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE WILBERT TORRE: SILBATO=VIOLENCIA ¿Y EXTORSIONES? 

Pienso en las elecciones que ayer se realizaron en doce estados para elegir gobernador y no puedo quitarme de la cabeza algunas cosas que he visto y escuchado en estos y en otros días.

Pienso en los ciudadanos decepcionados que fueron a votar arrastrando los pies para cruzar las boletas por candidatos que no los merecen, y en el mejor de los casos por candidatos cuyo principal mérito es no pertenecer al PRI, ni al PAN ni al PRD, es decir, ser unos absolutos desconocidos, un enigma, un punto inexistente en el horizonte.

Pienso en los partidos y en los políticos más gastados que una moneda del siglo pasado y en la crisis económica que nos cayó encima como un meteorito, aunque el presidente y el secretario de Hacienda y el presidente del PRI nos receten casi todos los días discursos ensayados para decir que vamos bien, que México se mueve, que el país se transforma.

Pienso que las finanzas son para mi un territorio ignoto, pero que algo deberán significar –más allá de las explicaciones sobre flujos y comportamientos monetarios de los expertos– la devaluación del peso y que en los últimos tres años hayan salido del país más de 80 mil millones de dólares para refugiarse en Estados Unidos. La misma película que vieron mi padre y mis tíos hace cuarenta años.

Pienso en la conversación de chat que tuve con Manu el otro día. “Ya quiero irme a Honduras”, me decía, pero no percibí nostalgia de su tierra en sus palabras. Le pregunté por qué. “Por que allá sí hay una revolución”.

Quiero pensar que este domingo los ciudadanos fueron a votar arrastrando los pies para provocar pequeñas revoluciones en sus Estados, y que sus votos representarán un mensaje lanzado en una botella que no se irá al mar, y que se estrellará en las caras y las fachadas de los políticos y los partidos que los han decepcionado, y que a fuerza de votos entenderán que ya no es posible gobernar como en los años 60, como si este fuera el país de la Ley de Herodes, donde te chingas o te jodes.

Mi padre pasó en Veracruz los últimos años de su vida de periodista. Tenía 65 años cuando se presentó en la oficina del dueño de La Prensa y le pidió que lo retirara de cubrir la Cámara de Diputados.

–¿Qué quieres hacer?

–Escribir las crónicas del carnaval de Veracruz.

En el último tramo su vida de reportero regresó al punto de donde había partido: volvió a recorrer el país para escribir reportajes de campesinos pobres, boxeadores retirados, pescadores sin esperanza y unos veracruzanos ruidosos que en febrero salían a las calles a reír y cantar.

Ojalá que los veracruzanos hayan arrastrado los pies para echar del gobierno a Duarte y al PRI. Ojalá que en los otros estados los ciudadanos hayan votado para castigar los malos gobiernos.

Y si no fue así, entonces deberemos preguntarnos qué debe pasar en este país para que las pequeñas revoluciones ocurran.