El libro rojo: crónica literaria de nuestra historia

Por: Carlos Bautista Rojas
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Una obra que consolidó el imaginario colectivo sobre los próceres nacionales, así como el origen de varias leyendas

«Las balas de los cañones y de los arcabuces se incrustaban en una espesa muralla de carne humana, y la sangre corría como el agua de los arroyos. Era una especie de hervor siniestro de combatientes que se alzaban y desaparecían unos bajo los pies de los otros, para convertirse en fango sangriento».

No, este fragmento no pertenece a una novela de guerra ni al guión de una película ultraviolenta, sino a una publicación de la que, sin exagerar, tal vez ha surgido gran parte del imaginario colectivo que tenemos los mexicanos sobre varios pasajes trágicos de nuestra historia: El libro rojo (1870).

Carlos Montemayor en su prólogo para la edición del Conaculta, lo describió como: «El libro de la muerte que no quedó en los dibujos de Posada ni de Diego Rivera, que no quedó en el azúcar ni en la dulce amarilla harina del pan, sino en la brutalidad, en la cárcel, en la codicia, en la miseria humana que se ha abatido sobre México. En sus páginas se mantiene la memoria de cómo ha sucumbido la vida ante nosotros».

Cuadros para una exposición

El libro rojo (escrito y publicado por Manuel Payno y Vicente Riva Palacio en 1870) comienza con una recreación de los sucesos que rodearon a la caída del Imperio Mexica en tiempos de Moctezuma II:

  • el cometa que se divisó en 1514 en el Valle de Anáhuac (y por el que fueron ejecutados varios sacerdotes al negarse a revelar su catastrófico significado); la llegada de Cortés a Tenochtitlan;
  • la forma en que Moctezuma es tomado prisionero;
  • la matanza que cometen los soldados de Pedro de Alvarado en el atrio del Templo Mayor;
  • la ejecución del emperador mexica y los momentos previos a la llamada «Noche Triste»;
  • el enfrentamiento fallido de Xicoténcatl contra los soldados de Cortés, y cómo el guerrero tlaxcalteca muere ahorcado por su propio ejército.

Los pasajes relacionados con la Conquista finalizan con las secuelas que dejó la epidemia de viruela y la suerte que corrieron los últimos tres reyes de la otrora «región más transparente del aire».

Aunque estos acontecimientos se ajustan a las antiguas crónicas que tuvieron a su alcance los autores (como la Historia de las Indias de Nueva España, de fray Diego Durán, la Monarquía Indiana, de fray Juan de Torquemada o la Historia de la Conquista, de William Prescott, entre otros documentos como los de fray Bernardino de Sahagún y Bernal Díaz del Castillo), todos se narran desde la perspectiva del cronista presencial, con profusos detalles del entorno, diálogos intensos e incluso los gestos y estados de ánimo de cada protagonista, como si hubieran sido testigos en cada escena.

Estos añadidos, que no existían en documento alguno, son obra de Manuel Payno y Vicente Riva Palacio, quienes, a tres años de restaurada la República, sintieron la necesidad de poner en perspectiva la historia de México con un elemento en común: «Hemos consignado el funesto fin de hombres célebres y distinguidos en las edades de nuestra historia», declaran en la semblanza dedicada a Comonfort.

Payno confirma, en su texto sobre Alonso de Ávila, la intención que había al momento de redactar esos pasajes de la historia: «…en estos estudios no hacemos sino animar a los personajes y ponerlos por un instante de bulto ante el lector, pero conservando en todo la verdad histórica». Es claro que, al recrear los acontecimientos de cada situación anecdótica (entre 1521 y 1867), más que una simple labor documental, ofrecen una creación literaria sin precedentes (al menos en la historia de México).

El libro rojo también incluye pasajes que se convirtieron en leyendas populares, como el relato de «Don Juan Manuel»: aquel hombre que preguntaba la hora antes de matar a sus víctimas.

Frases y escenas «emblemáticas»

Algunas frases célebres o actitudes que se atribuyen a los héroes nacionales (o la forma con que perduran en la memoria colectiva) provienen de este libro; el rechazo de Cortés a la hija de Moctezuma II: «Señor y rey  —dijo el capitán inclinándose respetuosamente— mi religión me permite tener una sola mujer y no muchas, y ya soy casado en Cuba»; o la respuesta de Cuauhtémoc al rey de Tacuba cuando éste le recrimina el tormento al que es sometido: «¿Estoy acaso en un lecho de rosas?»  —cuando no existían las rosas en América.

Gran parte de la imagen, casi divina, que se nos ha inculcado de los próceres de la patria desde la más tierna infancia, también surge de esta publicación, en la que se afirma ampulosamente: «La historia de la Independencia de México puede representarse con tres grandes figuras: Hidalgo, el héroe del arrojo y del valor. Morelos, el genio militar y político. Guerrero, el modelo de la constancia y la abnegación. Quizá ningún hombre haya acometido una empresa más grande con menos elementos que Hidalgo».

Otro ejemplo es la fantástica descripción del «milagro» acaecido tras la muerte de José María Morelos, en San Cristóbal Ecatepec: «Cuando la sangre de aquel noble mártir regó la tierra, […] pasó una cosa extraña que la ciencia aún no explica satisfactoriamente. Las aguas del lago, tan puras y serenas siempre, comenzaron a encresparse y a crecer, […] avanzaron y avanzaron hasta llegar al lugar del suplicio, lavaron la sangre del mártir y volvieron majestuosamente a su antiguo curso […]. ¡Ahí estaba la mano de Dios!»

También de este libro brotaron los apelativos de varios personajes; por ejemplo, Rodrigo de Paz es calificado como «el primer revolucionario de México…, víctima, como todos, de la ingratitud de los mismos hombres que le debían el poder de que gozaban»; y en consecuencia, los que lo traicionaron —Gonzalo de Salazar y Peralmindes Chirino, de quienes se habla en «Los dos enjaulados»— , se convierten en «los primeros tiranos que tuvo México después de la Conquista» y que al final logran salir impunes de sus crímenes.

Ante estos relatos es fácil comprender por qué en México se perdona al tirano y se sacrifica al héroe

Virreinato y Santo Oficio

Al periodo virreinal pertenecen los relatos como el de Martín Cortés, que describe la primera conjura para independizar a la Nueva España, que partía del sentimiento de propiedad que sentían los hijos de los conquistadores, mas no de concebir la creación de un país soberano.

En «El tumulto de 1624» se ilustra el viejo antagonismo entre la Iglesia y el Estado, sobre la lucha por el poder entre el arzobispado mexicano y el gobierno civil; mientras que en «El licenciado Verdad», se cuenta cómo el arzobispo bendice —después de provocarlos— a los oidores de la audiencia para que asalten con armas el palacio virreinal, aprehendan al virrey Iturrigaray, y finalmente, asesinen al licenciado Primo de Verdad, «el primer republicano de México», a quien Riva Palacio le atribuye la declaración de que la soberanía reside en el pueblo y no en los monarcas.

No faltan los relatos de masacres provocadas por el racismo —como en «Los treinta y tres negros»— o por persecución religiosa, como en el caso inquisitorial de «La familia Carbajal», que fue asesinada por ser «observante de la ley de Moisés». Dicho relato ilustra la crueldad y la saña con que fueron humillados y torturados en varias ocasiones los ocho integrantes de la familia, aún después de haber confesado cuanto se les obligó a declarar y de denunciar a otras 121 personas que profesaban el judaísmo.

No todo es política y traición en El libro rojo: en «La peste», se celebra la solidaridad que mostraron las órdenes religiosas durante la epidemia que mató a más de dos millones de personas en 1577

«Escribir» la historia

Contados documentalistas de la historia de México han tenido el privilegio de ser protagonistas de los mismos acontecimientos que luego escribieron. Payno y Riva Palacio tuvieron una notable participación en conflictos bélicos y en la restauración de la República durante el gobierno de Benito Juárez.

Cuando se publicó El libro rojo, Manuel Payno (1810–1894) tenía 60 años y ya había sido meritorio[1] en la Aduana de México y contador en la Aduana Marítima de Matamoros, que fundó con Guillermo Prieto. En 1840 fue secretario del general Mariano Arista, en el Ejército del Norte, y luego jefe de sección en la Secretaría de Guerra.

Santa Anna lo envió a Nueva York y a Filadelfia para estudiar su sistema penitenciario, de donde regresó para advertir sobre la inminente expedición militar de Taylor contra México, y estableció entonces un servicio de correo secreto desde el puerto de Veracruz, sitiado por los invasores. En 1850 fue secretario de Hacienda, cargo del que todavía se toman como referencia sus negociaciones para reducir los intereses de la deuda externa.

Después de ser desterrado por Santa Anna y, al triunfar del Plan de Ayutla, volvió a ocupar el puesto de secretario de Hacienda de 1855 a 1858. En 1863 fue encarcelado por las fuerzas conservadoras y, a la llegada de Maximiliano, puesto en libertad.

Otras obras de Manuel Payno: El fistol del diablo, El hombre de la situación, Memorias e impresiones de un viaje a Inglaterra y Escocia, Los bandidos de Río Frío.

A pesar de ser 22 años menor que Payno, Vicente Riva Palacio y Guerrero (1832–1896) —nieto de Vicente Guerrero— también tuvo una enorme experiencia militar. Estudió derecho y, en la lucha contra la intervención estadounidense, creó un grupo con el que organizó varias guerrillas. Fue gobernador del Estado de México y, en 1865, fue nombrado gobernador de Michoacán y jefe del Ejército del Centro.

Tocó a Riva Palacio conducir prisionero a Maximiliano hasta la ciudad de Querétaro; casualmente su padre, Mariano Riva Palacio, fue elegido por el propio Maximiliano como su abogado defensor cuando se le procesó como prisionero de guerra. Restaurada la República volvió a la Ciudad de México, donde se dedicó a la investigación documental, que dio origen al diario político El Ahuizote (desde el que se atacó al gobierno de Lerdo de Tejada) y la obra magna de México a través de los siglos, del que escribió el tomo dedicado al Virreinato.

Otras obras de Vicente Riva Palacio: Calvario y Tabor, Monja y casada, virgen y mártir, Martín Garatuza, Las dos emparedadas, Los piratas del Golfo, La vuelta de los muertos y Las liras hermanas.

El resto del libro habla sobre las víctimas de las guerras de Independencia y de Reforma, a las que se añaden las semblanzas dedicadas a Leandro Valle, Santos Degollado y Nicolás Romero, escritas por Juan A. Mateos, con quien Riva Palacio escribió varias obras dramáticas. Tal vez el relato más crudo de todos, sea el de la masacre de decenas de civiles y médicos de guerra por parte del ejército conservador (hasta entonces un caso insólito en los registros bélicos de todo el mundo) descrito en «Los mártires de Tacubaya».

Hay que destacar que los autores, en su afán de ser incluyentes, dejaron que el último capítulo —dedicado al fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo—, fuera escrito por Rafael Martínez de la Torre, uno de sus abogados defensores.

La historia que falta

El libro rojo queda, no sólo como el ejercicio «literario» de dos protagonistas que recopilaron (a su parecer) los capítulos más trágicos de la historia patria, sino como un ejemplo de lo que aún falta por contar de forma detallada y sólo permanece en la memoria colectiva: la «guerra sucia» contra los grupos guerrilleros en los años 70; el movimiento civil contra el fraude electoral de 1988; el levantamiento zapatista de 1994 y el acoso militar que se desató a partir de entonces contra las comunidades indígenas, incluida la masacre de Acteal en 1997; las decenas de miles de víctimas que cobró la llamada «guerra contra el narco»; Atenco, Tlataya y Ayotzinapa e, incluso, la negligencia de las autoridades frente a la “estrategia” de “abrazos no balazos”, con la que permanecen impunes casi 160 mil homicidios sólo en este sexenio… Todos ellos acontecimientos en los que hay algo más que sangre de por medio.