MÉXICO, D.F., 22ENERO2013.- Los diputados del PAN Priscila Vera Hernández y Gabriel Gómez del Campo recorrieron la línea 12 del metro para constatar que muchos de los puntos de acceso para las personas con una discapcidad física no siempre están disponibles, como las rampas automáticas de la estación Calle 11 en donde los policias y personal del metro nunca encontraron la llave para echarla andar, por los que la comitiva integranda por personas con sillas de ruedas y bastones tuvieron que salir de la estación y cruzar la avenida para porder transbordar hacia Mixcoac. Saliendo de la estación Calle 11 la cera esta bloqueada por  unas jardineras que impiden a las personas con discapacidad física circular sobre ella, por lo que necesariamente tienen que bajar al arroyo vehicular. 
FOTO: MOISÉS PABLO /CUARTOSCURO.COM

Ciudad de necios | Sobrevivir sin piernas

Ciudad

Esta ciudad no está diseñada para los diferentes

Parece que son enemigos. Seres raros que no lucen como “todos los normales”. Mujeres que caminan chueco según el que las observa, como si las mirara durante un sueño, una pesadilla. Hombres que necesitan algún tipo de extensión metálica, de lo contrario se arrastrarían por los suelos ejemplificando lo que no es “bonito”, “guapo”, “bello”. Niños físicamente “mutilados por la vida” o que llegaron a la vida mutilados. Niñas que nacieron con alguna variación genética o con diferencias motrices, mentales o de otro tipo y que viven demostrando habilidades diferentes a “todos los normales”, que son el resto, su oposición. No, el resto no, corrijo, porque sería un insulto para “el resto” ya que les gusta ser llamados “mayoría”, infame mayoría donde las personas con discapacidad no caben.

Un día intenté ser raro en esta ciudad. Cierta colega periodista me pidió grabar un video amarrado en una silla de ruedas. “Amarrado” es literal porque mis extremidades inferiores, con las que camino normalmente, fueron atadas a una silla que yo escogí entre decenas por ser la que me pareció más ligera, cómoda y acorde a mi altura (mido 1.90 metros) y porque era color verde, mi favorito.

Dos horas me llevó entrenarme para imitar a “los raros”, es decir, entrenarme para depender de una silla de ruedas para ir de un lugar a otro a placer. Es un decir eso de “a placer”, porque en esta ciudad moverse así no es un placer. Me entrenó un hombre de unos 40 años que forma parte del grupo de los “mutilados por la vida” porque una mañana salió de casa a trabajar a la panadería donde recién había conseguido empleo y, por llevar prisa, tomó su bicicleta para llegar puntual, a pesar de que su mujer le insistió en no hacerlo “porque andar en bici es peligroso”; pero él fue un necio. Lo sigue siendo, me parece. Cruzó pedaleando un puente improvisado con tablas inestables sobre Periférico Sur que suplía momentáneamente al puente de concreto que estaba en reparación. El necio en bici pedaleó a toda prisa y, antes de llegar al otro extremo, una de las tablas se venció por la vibración y el peso del necio. Él cayó de una altura de al menos dos metros. Consciente y por instinto intentó ponerse de pie. El peor error de su vida, según me contó, porque en lugar de esperar a ser inmovilizado, trató de pararse y con ello rompió las vértebras que le quedaban sanas. Hoy no camina, es un raro para los “normales”. Con “normales” o “sanos” me refiero a los que ven a las personas con discapacidad con pena y no con respeto e inclusión.

Ese necio me entrenó para usar una silla de ruedas. Fueron dos horas de caídas, pruebas y errores para levantar la silla sobre las ruedas traseras en perfecto equilibrio. Al rato, le dije al necio: “Maestro, estoy listo para salir a la calle”. Él me miró con una sonrisa como la de quien sabe algo que uno no alcanza a adivinar y me respondió: “Como digas”.

Fueron 47 minutos esquivando banquetas estrechas, subiéndolas, bajándolas, sin rampas o con rampas destruidas o mal hechas. En ese lapso me acompañaron tres “atletas urbanos de la discapacidad”. Así los bauticé porque su inteligencia, condición física y experiencia me inspiraron y dieron valor para enfrentarme a esta ciudad enemiga de los atados a ese tipo de silla. Tuve que subir o bajar de la banqueta (cuando la había), porque o me obstruía el paso un coche o porque las raíces de un árbol destruyeron de tal manera el cemento que solo levitando hubiera podido pasar.

Anduve rodando a centímetros de microbuses que transitaban a su vertiginoso ritmo y en avenidas con topes que retaban mis conocimientos recién adquiridos: levantar la silla sobre las ruedas traseras manteniendo el equilibro. Lo logré, sí, pero siempre con la ayuda de alguien. Yo solo, sin nadie que estuviera a mi lado, hubiera terminado gritando de llanto esperando que alguien me cargara y llevara a donde quería ir.

¿Por qué las personas con discapacidad no pueden andar en esta ciudad cómodamente? ¿Por qué les hacemos todo más complicado? ¿Por qué no pueden entrar a una estación de Metro fácilmente? ¿Por qué la inclusión en el transporte, la educación, la salud, el deporte o lo que sea les es vedada, complicada o restringida en muchos casos? ¿Cuándo entenderemos que nosotros somos los insensibles, los ignorantes, los raros, los mutilados, las pesadillas, los enemigos del sueño llamado ciudad incluyente que todos merecen? ¿Por qué las personas con discapacidad pagan impuestos y el Estado no les cumple de regreso? ¿Es que creemos que somos ajenos a vivir, en cualquier momento, con alguna discapacidad inesperada?