La zona de Daniel Lezama

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Hasta el 4 de noviembre se exhibe en Maia Contemporary la muestra con que Daniel Lezama conmemora 20 años de trayectoria y en la que decidió explorar nuevos formatos

Para Daniel Lezama (Ciudad de México, 1968), era importante conmemorar con una exposición dos aniversarios importantes de su biografía: este año cumple 50 años de vida y 20 de carrera artística. Decidió entonces que para “Crisol”, su exposición en Maia Contemporary (Colima 159, Col. Roma Norte), presentaría el conjunto de obra más grande que ha expuesto desde 2008. Y cuando le pedimos que defina esta muestra no duda en llamarle “un parteaguas” en su vida creativa.

Pronto veremos que es especial en varios sentidos. Entre los más evidentes, que ha decidido explorar por primera vez la escultura, a la que llega “casi por casualidad”, pero en la que encontró un nuevo mundo que forma parte ya de su espectro creativo.

“Qué mejor para mí que para esta conmemoración tenga yo ese nuevo talento”.

Para las piezas de esta nueva expo, Lezama creó un mecanismo alegórico llamado “La Compañía”, un sitio inspirado en un lugar real. Y el crisol al que alude en el título de la muestra tiene que ver con esos elementos en varios de sus cuadros de los que parecieran surgir cosas como si de una matriz se tratara.

¿Qué es “La Compañía”? Se cuenta que alude a un lugar físico real, ubicado en las faldas de la Iztaccíhuatl. ¿Cómo descubres ese espacio y cómo decides llevarlo a las piezas de esta nueva expo?

Yo, como buen niño chilango, nacido y crecido en la Ciudad de México, tuve un descubrimiento tremendo cuando tenía ocho o nueve años. Mi padre, un poco obsesivo del alpinismo y la naturaleza, me llevaba las primeras veces a la montaña. Ahí me encuentro con esa cosa que tiene una marca humana fantástica, pero ya reunida con la naturaleza. Desde entonces sentí que todo lo que existe puede ser tomado por la naturaleza. Siempre lo he sentido, después de ver eso. Ese lugar ha vuelto a tener presencia en mi vida en varias etapas. Por ejemplo, mi padre construyó una casa ahí cuando yo tenía 17 años, y yo viví ahí de los 18 a los 20. Vivir en el campo para una persona urbana es algo sorprendente. Ese lugar y la región siguieron obsesionándome. La mitología de los volcanes y el hecho de que esa fábrica fuera una especie de utopía; la fábrica tenía hospitales, gimnasio, escuela, casino… Era una ciudad utópica. Lo curioso fue que la realidad se opuso. La Comisión Federal de Electricidad prohibió la producción de energía eléctrica, la fábrica siguió trabajando y se convirtió en una cosa menor, y cuando yo llegué estaba básicamente en ruinas esa infraestructura magnífica de aprovechamiento de la naturaleza. Para mí, la referencia sería como La Zona de Stalker, de Tarkovski, un lugar donde quién sabe qué pasó, pero empezaron a pasar cosas sorprendentes, y en el que hay una especie de mestizaje entre la naturaleza y lo humano.

Se dice que en “Crisol” buscaste domesticar procesos y energías…

Más bien estoy abordando un lugar donde se intentó ejercer esa domesticación, que fue la compañía San Rafael. Metafóricamente, los fluidos de la Mujer Dormida son usados para generar electricidad y una positividad social. Cuando esta positividad social se ve rebasada por la realidad y es destruida, queda como un carbón encendido, algo que queda en esa región, un brillo residual, y sobre todo las nociones mismas que acompañaron a ese experimento. Pienso que, por ejemplo, la misma pintura es una metáfora de esa transformación. La pintura sirvió para algo, luego dejó de servir para eso, quedó en desuso, pero se humanizó de nuevo. El humano retomó lo que había sido inicialmente una herramienta de representación y ahora la pintura es de nuevo libre de casarse con lo humano.

Leí que planeabas crear un elenco de personajes que fueran esa familia de seres energéticos que protagonizan tus pinturas actuales. Cuéntame más sobre ese universo mítico que creaste para esta serie.

Si se observa bien, muchos de esos personajes ya estaban en mi pintura. Lo que pasa es que aquí vamos tras bambalinas, a los entretelones. Al final, una pintura es una producción teatral, según yo la entiendo. También hay procesos fascinantes que nosotros no vemos al momento de ver una pintura académica. Aquí es como si se volteara la pintura al revés y estuviéramos viendo cómo nacen los personajes, las escenas, los paisajes mismos. A veces, la fábrica se convierte en el paisaje, y el personaje surge del humo, del resplandor, de un crisol, de la Tierra, del agua o de un proceso de electricidad que se galvaniza… Y hay interrelaciones que se proyectan atrás de los escenarios. Aquí hay una especie de behind the scenes que se vuelve The Scene. Estoy revelando mi reverso. Y no sé a dónde me llevará ese camino, pero me siento extremadamente libre de manejar cosas nuevas y encontrar nuevas escenas y nuevos temas, ya liberado un poco del corsé de lo académico, del perfeccionismo académico, que no está mal, pero sí es una mordaza a una voz que finalmente, con los años, necesitas detonar. Incluso en la misma época del Barroco y del Siglo de Oro, los pintores, en su vejez o en su momento de madurez, detonaban cosas personales. Goya o Velázquez, al final de sus vidas, empezaron, después de muchas constricciones sociales, a liberar su imaginario.