Burrito con queso amarillo

Opinión

Bane, el villano de Batman, hablaba a sus seguidores en tono terrorífico; Trump con su voz aguda. Los movimientos de Bane eran viriles e incluían ambas manos, como un abrazo al pueblo; los de Trump se redujeron a índice y pulgar derechos formando un delicado círculo. Bane, con su escalofriante bozal, pronunció su arenga en Ciudad Gótica; Trump, en Washington. Bane anunció que arrancaría el poder a sus enemigos; Trump, que arrancaría el poder al legado de Obama. Hasta ahí las diferencias.

En cambio, Trump se ocupó de que un fragmento de su discurso coincidiera con lo que Bane dijo en The Dark Knight Rises: “giving it back to you, the people”. Devolvería el poder a “la gente”.

Trump saborea el papel de villano planetario: el mundo es su juguete y si quiere lo ensucia, aplasta, desarma, destruye o escupe. Tiene la virtud de la claridad y al salir a jugar sabe a quién le gusta representar: eligió a Bane; no a Batman, Superman, Flash Gordon u otro noble justiciero. Ha elegido ser el malo.

Su virtud de la claridad tiene otra razón. Dijo “Transferimos el poder de Washington DC y te lo devolvemos a ti, el pueblo (the people)”. ¿Y quién es el pueblo? Profirió “the people” y la cámara enfocó a los asistentes a su investidura: blancos. Centenares. De gorras, gabanes, impermeables, todos blancos. Blancos-blancos, blancos-rojizos, blancos-apiñonados. No negros, latinos, asiáticos. Ni uno visible. Sólo blancos eufóricos.

Trump tiene la virtud de la claridad. Busca congraciarse con esos blancos conservadores que con su voto despreciaron que en su país haya mexicanos a los que llamó “criminales” y “violadores”, o afroamericanos como Michelle Obama a quien uno de sus asesores le pidió emigrar a Zimbawe y vivir con gorilas. Trump sabe cómo seducir a “the people”. Y a menos de una semana de haber asumido el poder suministra el éxtasis que esos blancos reclaman.

Ya no hay página en español de la Casa Blanca. Ya no existen ahí los derechos de la comunidad LGBTTTI. Ya cotiza el muro. Ya disuelve el Obamacare, programa de salud de los desposeídos (muchos con sangre mexicana), casi siempre no blancos. Ya convence a grandes marcas de autos de no invertir en México para que ese trabajo no beneficie a los indeseables mexicanos. Ya se prepara para derribar el Tratado de Libre Comercio porque piensa que México se sobrebeneficia. Y pronto, seguramente, iniciará la deportación masiva.

Trump pasa de las palabras a las acciones. Deplorables, vergonzosas, denigrantes aunque claras. Del lado norte del Río Bravo hay quien tiene la virtud de la claridad: la alegría de Trump es nuestra ruina.

LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE ANÍBAL SANTIAGO: HUIR A GATAS

¿Y al sur del Bravo, qué hay? Peña y su gobierno no negocian con las empresas automotrices para que se queden; no estructuran una poderosa acción diplomática para que a los mexicanos en Estados Unidos se los respete como al blanco más poderoso; no estalla indignado porque un muro nos coloca como un país con sarna al que hay que tener lejos como sea; no usa la inteligencia y la creatividad para reactivar la economía y que menos mexicanos huyan; no coacciona comercialmente para que Estados Unidos se abstenga de desandar el TLC (si tanto nos beneficia, como este gobierno brama); no tiene sensatez para evitar que nuestro diplomático número uno sea alguien que admite públicamente: “vengo a aprender”.

Hasta hoy, el clímax de la defensa mexicana son los “10 objetivos concretos de la negociación con Estados Unidos” anunciados ayer: una extemporánea carta a Santa Claus plagada de ilusiones como éstas: México y Estados Unidos “deben asumir un compromiso concreto”, “Cualquier nuevo acuerdo comercial con Estados Unidos también debe traducirse”, “México debe participar en el comercio internacional, Estados Unidos debe asumir el compromiso”, “Nuestra frontera debe ser nuestro mejor espacio de convivencia”.

Deben-debe-deben, repite embrutecido el documento. Nuestro mandatario y su séquito apoyan la cabeza del país en el plato y le dicen al Bane rubio “usted debe” mientras el presidente de Estados Unidos saca cuchillo, tenedor y babero para comernos como si fuéramos un burrito con queso amarillo: a pedazos.