Vivir el doble (mi última columna)

Opinión

Cuando hace cuatro años la periodista Carolina Rocha me dijo al teléfono “quiero hablar contigo”, intuí que a mi vida algo trascendental le estaba por pasar. “Veámonos donde tú quieras”, ofreció, y por eso la cité frente al Parque Hundido: si esa mujer —que yo más conocía por la televisión que en persona— me iba dar una gran noticia, mejor que fuera ante el paisaje en que de niño jugaba, al que veo siempre en las caminatas por el barrio y donde abordábamos con mi hija un trenecito que daba vueltas entre los senderos verdes y que la emocionaba mucho con sólo hacer eso (“¿por qué la pone tan contenta ir en este aparato destartalado?”, se cuestionaba mi atrofiada conciencia adulta).

En una mesa del Café Village, un par de días después Carolina me hizo sin demasiados preludios la siguiente propuesta: “Quiero que seas columnista del periódico donde trabajo”. ¿Columnista? A la palabra la envolvía cierta solemnidad, aromas suntuosos, como si de un día para otro me entregaran dentro de una cajita forrada en terciopelo violeta una medalla honoris causa, dorada, espléndida, brillante, pero inmerecida. La incredulidad debió transformar mi cara. ¿Columnista yo, un reportero habituado a ir de acá para allá con su grabadora con el simple propósito de rescatar historias fascinantes de seres anónimos? Ser columnista era cosa seria.

Creo que le dije algo como: “Carolina, pero yo no soy un analista político”. “Ni pretendo que lo seas —aclaró—, escribe lo que quieras”.

“Escribe lo que quieras”. Esas cuatro palabras, tan simples, me sacudieron el alma. No todos los días te regalan libertad. ¿Qué haría yo con el campo infinito por delante, con esa extensión de palabras inacabable que más que explorar como un potro al galope y crin al viento me podría paralizar desde la semana uno?

“¿Te parece si para empezar hago una crónica sobre las calles de Acapulco?”, le sugerí a mi nueva jefa de ojos que encandilan y una alegría que te infiltra aunque andes con el alma gris.

Saqué fuerzas de no sé dónde y Boca de Lobo, como desde el inicio mi columna se llamó (en honor al Lobo Platense, el humilde equipo de futbol que ha marcado a mi familia), comenzó en 2013 con un recorrido por las desoladas calles del puerto, a las que por esos días visité. Creo que esa pequeña crónica que describía un lugar devorado por el crimen fue una escapatoria a los complejos que me acechaban (¿cómo ser columnista sin ser analista político?) y al mismo tiempo decretó la ley a la que me sometí y que me permitió salir vivo: sin falla había que escribir cada siete días un texto, y como mi armazón teórico para interpretar la realidad de mi país era pobre, resultaba urgente hallar una salida. Y esa salida fue observar más, leer más, oír más, sentir más. Debía luchar para fortalecer mi percepción ante cada suceso diario, por pequeñito que fuera, y así ir levantando los símbolos que nos caen como lluvia pero que yo, quizá por ir apurado en la vida, no alcanzaba a descifrar. Era necesario encontrar la magia en todo, o casi todo, aunque fuera un trenecito destartalado en un parque.

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Durante cuatro años viví como si arriba de mi cabeza surgieran antenas para captar la más leve señal de una historia: una plática con mi hija sobre la falta de recreos por la contingencia; una charla con mi viejo al amanecer de su lejanísimo huerto de City Bell; un penal fallado por Messi que me sacó lágrimas; una caminata con mi hermano sobre la calle Pilares para comprar cerveza; un paseo incómodo con Fernanda —mi novia de entonces— porque en el Centro Histórico recibía espantosos gritos por su belleza; un recuerdo de la infancia con mamá alzando el puño izquierdo en una marcha sobre Paseo de la Reforma por la ilusión de un mundo y un México justos.

Por este espacio que hoy llega a su fin intentaba descubrir una razón para contar algo en cualquier suceso cotidiano.

Mi agradecimiento eterno a todos los que se subieron a este otro tren de 201 columnas. A Gustavo, Carolina, Lisa, Óscar, Karen, Jorge, Ilse y a todo Máspormás; a Fer Carrasco; a Yao, Virgilio, César, Cristopher, Lalo, Enrique, Ricardo, Laura, Margarita y mis demás amigos; a mi madre santa y mi papá azulgrana; a Susana, Juan, Berta, Kuki, a mi dulce hija (que inspiró varias columnas) y a mi familia; y, desde luego, a la gente que no conozco en persona pero que se daba el tiempo no sólo de leerme sino de decirme algo en Twitter o Facebook y que compartía con bravura conmovedora el deseo de algún día ver un país luminoso y en paz. Me hicieron feliz.

Gracias a ellos, a ustedes, que me ayudaron a ir por la vida viendo más, leyendo más, oyendo más, sintiendo más.

Gracias, porque durante estos años me hicieron vivir el doble.