Las tías malas que enseñan cosas buenas

 

Hace poco recordé a mi tía G. quien pese a ser la oveja negra de la familia –o, por eso mismo-, me enseñó muchas cosas divertidas de la vida, entre ellas, a usar #taxi.

La tía jamás manejó, JAMÁS. Pero tampoco caminaba, o usaba metro, ¡que va! ¡Capaz que perdía el estilo si se subía a “esa cosa” para “viajar toda apretujada”! ¿Camión? “¡Nombre! Cómo voy a correr en tacones detrás de eso que nunca tiene asientos libres”. Siempre tenía una respuesta precisa cuando sus hermanas le criticaban la conchudez extrema. Pese a la pena ajena familiar, siempre se las arreglaba para rodar: aún me sorprende su habilidad para conseguir aventones –incluso del Zócalo a Teotihuacán-, mediante chantaje, extorsión o cualquier método digno de un manual de conducta clínica. El último de sus recursos, si no encontraba chofer involuntario, era el taxi.

Incluso una temporada tuvo un #taxista de cabecera que eventualmente –antes o después de ser “exclusivo”, no sé-, se enamoró de ella. No sólo la llevaba a todas partes, sino que la esperaba largas horas afuera de centros comerciales, restaurantes o su casa. Mi tía era la persona más lenta y dormilona del mundo, y sin angustias, lo hacía esperar horas (obvio el taxímetro no corría durante la espera). No sé cuánto tiempo duró el affaire clienta-taxista, ni el nivel de intimidá que alcanzaron, ella siempre decía que sólo era “un viejito inocente y enamorado”, pero las miradas censuronas y los comentarios criticones parecían tener otra versión: en esa relación había “algo más, algo oscuro” (léase con fondo musical de telenovela).

Aún recuerdo al señor esperándonos mientras me zampaba tremenda malteada de fresa a las 10 u 11 de la noche. Porque mi tía, como buena oveja negra, siempre me compraba alimentos inapropiados en horas inoportunas.

Cuando tenía unos 12 o 13 le pedí llevarme al Castillo de Chapultepec, se lo pedí mil veces antes de que aceptara, con la condición de llevarme también a la Zona Rosa, “¿cómo es que no la conoces?”, se sorprendía; claro, ella esperaba que a esa edad yo dominara el tema de los Centros Nocturnos, ¿no? Menos mal que había cines, y tuvo la buena puntada de presentarme el emblemático Latino. En total estuvimos quizá unas dos horas en el castillo (subida y bajada al cerro incluida, porque ella se aburrió enseguida) y toda la tarde y parte de la noche en la famosa Zona, hasta que vio el reloj y se alarmó: “tu mamá nos va a matar”.

Como estábamos solas, no hubo a quién extorsionar para llevarnos gratis y abordamos un taxi, creo que fue de los primeros en mi vida: de sitio y color coral. No recuerdo qué pasó después, aunque seguro mi madre o mi abuela la regañaron horrible por llevar a la niña “a ese lugar” y, peor aún, “en taxi”.

Salvo por mi tía, el taxi era la última opción de transporte viable. Carro o nada…metro quizá para ir al centro. Pero el taxi era “peligroso” (como mi tía). A falta de tía, ahora yo enseño a Celu a usar todo tipo de transporte, ¡que fresez horrible esa de sólo andar en carro!

La tía murió hace pocos años, el último recuerdo que tengo es su voz (aún) grabada en mi contestadora: felicitándome por Celu, a quien nunca pudo conocer porque “no hay quien me lleve hasta tu casa” #chantaje, pero igual la sigo amando.