Alcanzar la felicidad, por @nettelg

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Según los anuncios de la tele, la felicidad depende del poder adquisitivo. Si tenemos el dinero suficiente para comprarnos una casa con jardín, un coche del año y vacaciones de lujo, nuestra relación con la vida será armoniosa y disfrutable. Según la medicina, la cosa es mucho más simple. Basta producir una cantidad suficiente de sustancias que terminen en “ina”, como la serotonina, la dopamina, la oxitocina, o las endorfinas y, en caso de no conseguirlo, ingerirlas en cápsulas o en pastillas recetadas por un buen psiquiatra. Según Hallmark y Hollywood, la felicidad se encuentra en la pareja. Según los fascistas, será trabajando arduamente que llegaremos a sentirla. Los cristianos prometen una felicidad póstuma, tras dedicar nuestra vida a Dios y a hacer el bien. Según otras religiones, cuando purifiquemos nuestro karma negativo llevando a cabo acciones bondadosas, algo que puede ocurrir en esta vida o en diez más. El caso es que, creamos en lo que creamos, dedicamos cada minuto de nuestra existencia a correr en pos de esa reluciente zanahoria.

 Hace poco leí un artículo que describía el efecto nocivo de las redes sociales, especialmente Twitter y Facebook, en personas con tendencias depresivas. No lo dudo: en su muro, la gente no suele exponerse, ni mucho menos hacer alarde de sus malos ratos. Nos cuentan sus vacaciones, no las deudas de su tarjeta de crédito. Nos muestran el único momento apacible del domingo, no la escena de violencia familiar que tuvo lugar por la mañana. Nos muestran al bebé recién nacido, no la depresión post parto de su madre. Nos dan, en pocas palabras, una imagen tan falsa de la vida como las revistas de moda. Compararse con los demás, sobre todo con la imagen que quisieran dar de su vida, aumenta nuestra constante sensación de fracaso. Hace poco encontré en un libro esta frase de Guillaume Apollinaire: “De vez en cuando conviene hacer una pausa en nuestra búsqueda de la felicidad y simplemente ser feliz.” Hacía calor. Estaba en la terraza de la librería Porrúa mirando cómo las nubes de un aguacero se apoderaban del cielo. Junto a mí, un amigo escritor me contaba de forma divertidísima cómo había logrado escapar del bloqueo literario, mejor conocido como “el síndrome de la página en blanco”, un mal que compartimos durante meses. Respiré hondo y miré la parte del cielo que todavía estaba clara. Bebí un trago a la limonada que tenía en la mano y saboreé cada gota que escurría por mi garganta. En pocas palabras hice la pausa y —sin preguntarme si era o no era aquello que los demás buscan hasta el cansancio— me sentí bien. Recordé a Julio Ramón Ribeyro y su diario titulado La tentación del fracaso, y me dije que quizás se trataba de una de esas migajas de felicidad que, por imperfectos que seamos, nos corresponden a todos y que, al menos en ese momento, no necesitaba nada más.

(GUADALUPE NETTEL)