“Antes se ligaba en los bares”, por Guadalupe Nettel

Durante muchos años una de mis actividades preferidas para un jueves o viernes por la noche era acudir a un bar o a una cantina y observar el comportamiento de la gente bajo el influjo del alcohol, algo que mis obligaciones tanto laborales como familiares me habían impedido hacer en los últimos tiempos. Sin embargo hace un par de semanas GF y yo acudimos a La Bipolar —uno de mis lugares favoritos de Coyoacán por su ambiente relajado y sus insuperables tostadas de Marlin— y lo que encontramos fue un extraño espectáculo que, en mi opinión, dice mucho de los tiempos en que vivimos.

El primer signo lo obtuve del mesero quien tardó más de lo acostumbrado en tomar la orden a pesar de que el lugar estaba semi vacío. Minutos más tarde, lo descubrimos apoyado en un muro, tecleando con velocidad inaudita en la pantalla de su celular. Buscamos a otro camarero a quien pedirle nuestras bebidas y nos dimos cuenta de que todos estaban más o menos en lo mismo. Aprovechaban casi cualquier momento —los titubeos de los clientes, las demoras de la cocina— para reanudar sus conversaciones virtuales. Seguí observando un momento y comprendí que si nadie ponía un alto a esa actitud era porque a su vez los clientes —hombres y mujeres de menos de cuarenta años— estaban absortos en sus propios celulares. Miré con tristeza a una chica muy bonita de pestañas abundantes que chateaba sola en una mesa y me dije que quizás su interlocutor había ido también a un bar, pero en Guadalajara o en Hermosillo, para encontrarse con su amiga en el ciberespacio.

Nuestro asombro fue aún mayor cuando vimos a dos apuestos jovencitos que, en vez de comer o conversar entre ellos, parecían engullidos por sus respectivos teléfonos. Recordé los tiempos no tan lejanos en los que se ligaba en los bares. Eran el espacio privilegiado para combatir la soledad, conocer amigos y reírse un buen rato de cualquier cosa. En La Bipolar la mente de ninguno parecía estar en el mismo lugar que su cuerpo. Yo misma, de no haber ido acompañada, habría sucumbido muy probablemente al mismo impulso.

¿Qué nos está ocurriendo? Por un lado nos aqueja una compulsión insaciable por permanecer “conectados” con los demás, por otro ese hábito nos convierte en seres en extremo solitarios, condenados al exilio interior. Las conversaciones por chat carecen de entonación, de gestualidad, de miles de señales que los emoticones —ni siquiera las videoconferencias— podrán remplazar jamás. Según los expertos, estamos perdiendo un alto porcentaje de nuestra atención y capacidad para concentrarnos. Ya nadie lee un libro. Ya nadie mira una película completa. Las salas de cine y los automóviles están llenos de seres abducidos a quienes hay que advertir con la bocina el cambio del semáforo. ¿Para qué sirven ya los bares? ¿Dónde quedaron el baile, el cachondeo, el ir y venir de las miradas, el taco de ojo? Habrá quienes digan que ligar en un lugar de esos tampoco era un remedio contra la soledad de las grandes urbes pero al menos permitía, algunas veces, intercambiar impresiones, no digamos dormir abrazado a otra persona parte de la noche. La única explicación que me viene a la cabeza es que uno siempre desea lo que no tiene o quizás que la especie ha encontrado por fin, aunque con una artimaña perversa, el control de natalidad que tanto necesita.

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