El soundtrack de nuestra vida

Recientemente, luego de mucho vacilar, me suscribí a un servicio de música en línea (no diré cuál porque no se trata de hacer comerciales gratuitos acá). Aunque varios comentaristas especializados le han puesto peros a la calidad del dichoso servicio, puedo afirmar que a mí me ha funcionado de manera satisfactoria. No tengo alma de ingeniero de sonido ni necesito un formato mejor que el MP3 para sentir que mis tímpanos bailan y se menean. Ahora bien, alguno de los recursos que ofrece el programita que permite acceder al servicio me parece muy inquietante, porque demuestra la forma en que nuestra intimidad ha sido tomada por asalto por la tecnología.

Me explico. Siguiendo las pautas de las redes sociales, en este servicio uno puede conectarse con las cuentas de sus “amigos” y compartir listas de canciones. Como mis gustos musicales son muy específicos y como mi tolerancia ante lo que no me interesa es nula (de otro modo pondría la radio y me resignaría a los locutores parlanchines, los eternos comerciales y las complacencias del “respetable”), no he recurrido a esta posibilidad colectivizante. Sin embargo, tampoco he podido evitar darme cuenta de que el servicio me informa con puntualidad lo que mis “amigos” o contactos han estado escuchando (y que les informará, claro, de lo mío). Y debo decir que esto linda con la invasión de la intimidad. Creo que he sabido más cosas de estas personas por los avisos de lo que escuchan que cualquier otra fuente.

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En estos tiempos en que casi toda manifestación humana ha sido reducida a pop, la música ocupa un espacio vital en la vida de millones de personas. La cantidad de horas que pasamos escuchando canciones debe centuplicar a la de hace un siglo. La posibilidad de oír música mientras manejamos, trabajamos o caminamos por las calles y la posibilidad de acceder al instante a archivos enormes lo propicia. También facilita que relacionemos la música con todo. Las parejas tienen sus canciones particulares, lo mismo los amigos. La gente habla del soundtrack de sus vidas. La reciente manía de recopilar playlists es un paso más en esa dirección. Playlists para correr o viajar, para el sexo, la depresión, el romance, la ira, lo que sea. Relacionar una serie de piezas musicales con un estado de ánimo es, supongo, normal. Etiquetarlas para que se entere todo aquel con quien compartamos red ya es otra cosa.

Es hilarante saber que, por ejemplo, uno que se las da de cinicazo se la pasa el día escuchando baladas del Buki. O que otro que se las da de intelectual no se pierde una rola de Flans. O que tal porrista del Papa se fabricó una lista llamada “canciones para planchar” rebosante de Lady Gaga. Pero esto va más allá de la comicidad. Es, todo, información personalísima. Que la compartamos tan despreocupadamente no deja de resultar turbador. Somos unos exhibicionistas y voyeuristas sin remedio.