Humana y bienhechora

Érase una Universidad privada con fama de humana e ímpetus de bienhechora. Sus alumnos solían vernos a los de las escuelas públicas con un dejo de empatía y otro de lástima. “La neta, qué chido estudiar en públicas. Allá se conoce gente de toooda ¿verdad?”. Se sentían muy simpáticos diciendo cosas así. Yo les tuve manía, debo reconocerlo, durante años, porque “gente de toooda” me sonaba a “gente que no es como uno”. Los veía como niños ricos con ganas de pasar por pobres. Cada quien sus obsesiones, pues. Pero la vida da muchas vueltas y un día descubrí que muchos egresados de aquella escuela también formaban parte del pueblo perseguido por el faraón.

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Era yo, por aquel entonces, un “mando medio” en una oficina y tenía a mi cargo a seis personas. Una de ellas, recién egresada de la Universidad con fama de humana e ímpetus de bienhechora. El teléfono del área estaba en mi escritorio, así que una de mis labores consistía en oficiar de operador. “¿La señorita Menchaca? Un momento”. “¿El señor Agamenón? Permítame tantito”. En fin. El hecho es que, una buena tarde, recibí la llamada de una señorita de apellidos germánicos que pedía hablar con una de mis subordinadas, la recién egresada. “Es urgente”, declaró. Algo en su voz me pareció sospechoso. Luego de cavilar unos segundos, supe qué: la señorita de apellidos germánicos tenía voz de cobrador, ligeramente turbia y amenazadora. “No se encuentra en este momento”, mentí. “¿Le quiere dejar recado?”. Sí, si quería. Mi subordinada, dijo, adeudaba una fuerte cantidad a la tesorería de la Universidad con fama de humana e ímpetus de bienhechora y había llegado el momento de pagar. “O liquida o no se titula”, concluyó la mujer, pero con un tonito que sonaba a “O la liquidamos”.

La chica, entretanto, se había dado cuenta de lo que significaba el telefonazo. Palideció. Cuando logré colgar, me llamó aparte. “Les pagaba más de la mitad de mi sueldo y todavía debo casi todo”, confesó. Había logrado estudiar mediante un sistema de financiamiento que la obligó a engancharse a un crédito con condiciones que dejaban en pañales a cualquier hipoteca tiburonesca. Mi subalterna estaba al borde del llanto. Llevaba un par de meses sin completar la mensualidad (porque le habían subido la renta y el salario no daba para tanto) y temía lo peor: el secuestro de sus papeles, la congelación indefinida de su tesis y, en caso extremo, el embargo de bienes de sus fiadores, que eran unos tíos suyos. “Mis papás no pudieron firmar como avales porque no tienen propiedades”.

Alguien dirá que para qué estudiaba si no iba a poder pagar. Pues sí, pero la educación no es (o no debería ser) como comprarse un Volvo. Yo, qué quieren, dejé de ver mal a los egresados de la Universidad con fama de humana e ímpetus de bienhechora. Y, como tengo prole, comencé a temerle muchísimo al futuro.