Autores más robados

Hay varios criterios para elegir un oficio. Durante la secundaria, había una psicóloga de escasas luces que dedicaba una o dos horas a la semana a encauzar a los alumnos hacia una elección más o menos racional. Donde quiera que esté, ahora le digo que fracasó rotundamente: yo elegí el oficio que tengo –editor y escritor– porque me permite robar libros impunemente.

 Desde luego que varias veces al día me arrepiento de esa elección laboral. Como no creo en la posibilidad de cambiar sino por degradación, no sueño con hacerme a la mar ni con virar repentinamente hacia una actividad significativa (poner vacunas en África, por ejemplo), así que me resigno a ser editor de tiempo completo, escritor de fines de semana, y a convivir el resto de mis días con erratas (bichos nobles, por lo demás) y con otros escritores (sin comentarios). Pero luego me consuelo: puedo robar libros. E incluso, a veces, puedo robarlos por encargo: pidiéndolos por teléfono o mandándolos traer de alguna oscura bodega.

La cadena del mundo editorial estará siempre incompleta sin la figura del robo, que los formatos digitales, a mi entender, trivializan. (Si en el robo físico lo que cuenta es el factor fetiche, la singularidad que recubre al ejemplar birlado, en el robo digital o la descarga de PDFs lo que cuenta es la cantidad, la socialización del hallazgo y la acumulación acrítica, que borra todo el interés del libro para convertirlo en un archivo numerado; mi oposición a la piratería de libros en la red, por tanto, no es de carácter ético, sino estético.)

¿Qué son los divorcios sino una rebatinga del motín acumulado? Libros van y vienen: nos roban los prestados, robamos los que nos prestan. Estampar la firma, la fecha o el exlibris en la página segunda es un gesto inútil: de cualquier forma, alguna visita incómoda, antes de derramar su asquerosa cuba sobre tu sillón preferido, se acercará al librero para chingarte el ejemplar señalado, y será más dulce el robo si llegó para anular el denodado esfuerzo de marcarlo.

Una vez, en Buenos Aires, pregunté por un libro de Gombrowicz y el librero me explicó (con esa “altanería simpática” que sólo he visto en Argentina) que aunque el título aparecía en el sistema no lo tenían, pues se trataba de uno de los autores más robados. Le pregunté por otros que compartieran esa etiqueta y recitó al dedillo la genealogía de mi entusiasmo: eran todos autores que venero (recuerdo la mención de Piglia y Antonin Artaud entre aquellos elegidos, además del predecible Sade, que invita a ser robado por pura congruencia). Si los lectores de ciertos libros, como se ha dicho, generan una especie de comunidad secreta, supongo los ladrones de esos mismos títulos son el salón VIP de esa cofradía.

Si algún día resucita en México la figura de la librería independiente (para lo cual sería necesario que la ley del libro se aplicara), les tengo una modesta petición a los hipotéticos libreros del futuro: entre la mesa de recomendaciones y la de alguna editorial importada pongan una mesa con libros de “Los autores más robados”. Así sabré desde el inicio hacia dónde dirigirme.