“Besos y besos”, por Guadalupe Nettel

En la televisión mexicana la gente no se parece a la que uno ve en la calle. Los anuncios comerciales, las series, las telenovelas, hasta los noticieros muestran a una población bien alimentada, alta y casi siempre rubia, con un vocabulario amplio; personas sin el rostro crispado por la penuria económica. Los televidentes que ven nuestro país desde el extranjero deben pensar que tenemos una población eslava, aunque de habla hispana, un país cuya herencia indígena ha sido eliminada de raíz.

Entre las imágenes más repetidas -tanto en la tele como en el cine o en cualquier publicidad impresa- está la de una pareja besándose.

El beso se ha convertido en el estandarte de la felicidad, por efímera que ésta sea. Para aludir a unas vacaciones exitosas, por ejemplo, basta poner a dos personas besándose a la orilla del mar. La pareja que se besa frente a la puerta de una casa nueva simboliza una compra inmobiliaria exitosa, y así una vejez llevadera será representada por dos ancianos juntando los labios en un sofá. Sin embargo, esos besos asépticos se encuentran tan alejados de la realidad como la gente que los representa.

Quienes protagonizan esos breves anuncios comerciales ni siquiera se conocen. Han sido elegidos en un casting, se unen para la toma sabiendo que, en la mayoría de los casos, no volverán a verse jamás.

El beso trae consigo una larga carga simbólica: el besamanos de la antigüedad durante el cual los hombres rozaban con los labios los nudillos de las damas encumbradas; el ósculo ritual, aquel que se otorga a un símbolo o personaje religioso; el beso leal a un equipo, a una bandera; el que se da sobre el suelo que consideramos nuestra casa; el afectuoso que otorgamos a nuestros padres o hijos; el que lanzamos al aire como saludo.

Todos ellos parecen confluir en el beso amoroso, el que entrecruza los alientos, el que une -rayando en el canibalismo- al paladar y al deseo.

Hace poco, recibí el enlace a un video que muestra a una pareja obesa de unos treinta y tantos años, frente a la mesa de un McDonald’s vacío, a mitad de la noche. El hombre y la mujer se acarician impúdicamente frente a una ventana donde el voyerista que volvió famoso el hecho, los filmaba con su teléfono celular.

Al verlo me dije que, a pesar del lugar común, hay besos que siguen estremeciendo por lo que nos dicen acerca de la vida real. Recuerdo en particular un beso entre dos agentes de la policía -armados y con chalecos antibalas- tan absortos que ningún asalto a un banco habría podido interrumpirlos. También recuerdo la madrugada en que encontré al barrendero con su uniforme naranja despidiéndose morosamente en la puerta de una de mis vecinas. Poco después me tocó ver en un callejón a una de las pordioseras más viejas de mi barrio, dejándose manosear por un albañil que había estado trabajando por la zona esa semana.

¿Qué podrían anunciar o representar esos chupones furtivos? ¿La felicidad? Quizás sí pero no ese paliativo contra la aspereza de la realidad que nos muestran las cadenas de televisión, sino la que florece en medio de la sordidez de la vida diaria, esa felicidad que experimentan algunos seres humanos cuando por fin sacan la cabeza y respiran fuera de las convenciones.

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 (GUADALUPE NETTEL / [email protected])