Cómplice voluntariamente a fuerza, por @afuentese

Recibo un mensaje de Whats a las 7:50 am: “Coche amplio y bien cuidado. Chofer buena onda… se da una vuelta prohibida y nos para una patrulla. Se baja dueño de la situación, y a los siete minutos nos dejan… seguro con mordida… yo, que estoy totalmente en contra de la corrupción, estoy segura de que fui parte de una”.

Habemos pocos ciudadanos (o quizá somos muchos, pero no nos notamos), el punto es que por ahí andamos una bola que buscamos respetar la ley, vivir sin joder y –en la medida de lo posible- evitar que nos jodan. No pagamos mordidas, no nos robamos el internet del vecino y –dolorosamente- pagamos nuestros impuestos.

 De esos pocos, de los que muchos se burlan (“pendejos”), pero que tenemos aún esta rara utopía de que con eso “construimos un mejor país” (¿naives?), en fin, que como dicen los gringos shit happens y, aparentemente, la mierda acaba embarrándonos a la menor distracción.

Acabas involucrado en delito ajeno, y peor aún, sufriéndolo como si fuera propio. La anécdota me la compartió mi tocaya-amiga, quien en tan bonito taxi y con tan amable chofer, pasó de la #amenacharla al silencio sepulcral post-delito “sé que lo que hizo estuvo mal, y él sabe que lo sé!”.

Cuando me lo contó, recordé que he pasado por lo mismo y he querido que me trague la tierra con todo y el taxista o, al menos, que alguien nos dé la oportunidad de regresar el tiempo y evitar una infracción que NO pedí, pero donde acabé involucrada.

Porque yo no manejo, pero compartimos tiempo, espacio y momento del delito, y eso, involucra. Y claro, tan decente el chofer se baja a “negociar”, regresa, te pide “un momentito”, y regresa con “todo arreglado”.

Dar mordida es el pase rápido para salir de un problema, un problema regularmente causado por uno mismo y siempre con un “noble fin” (ejem), como: “se me hacía tarde”, “no traía dinero”, “me urgía”, “perdí la tarjeta de circulación”.

Alguna vez viví una persecución de película, nada divertida. Ahí estaba yo, agarrándome de donde podía y rogándole a taxista que me dejara bajar. Nomás que no se podía. ¡Calma! No era un intento de secuestro, era que huía a toda velocidad, de las consecuencias de su imprudencia: pasarse el alto, golpear a otro vehículo, lanzarse a la graciosa huida, ¡¡¡¡con la pasajera de corbata!!!!

Tuve que aprovechar un embotellamiento en una calle lejana y fea para bajarme a fuerza, él juraba que eventualmente me llevaría a mi destino, yo juraba que nos mataríamos. Esa es la peor, pero no la única. En otra casi nos volteamos porque chofer dio una vuelta en U tan prohibida como cerrada… Iiiiiiuuuuuuuu.

En mi siguiente experiencia, la vuelta fue igual de prohibida, pero (¿por qué no?) sobre el carril del Metrobús y ahí sí, ni como ayudarnos: sirena de por medio, nos cayó la poli. Y ese “nos”, como digo, es meramente descriptivo pero inevitablemente cómplice. Y luego viene ese silencio incómodo: la pasajera sabe, y #taxista sabe que ella sabe, y los dos saben que, para poder seguir, fue necesaria la famosa mordida.

(ALMA DELIA FUENTES)