Defeños en Manhattan

Elena Poniatowska se detiene a mirar el único cuadro de Leonora Carrington que posee The Metropolitan Museum of Art: un autorretrato de 1937 o 1938 con dos caballos y una hiena de tres pechos. Luego toma apuntes en las salas de la colección Gelman. “Estos deberían estar en México, eran del productor de las películas de Cantinflas.”

A la hora de la comida, con un sandwichote de pastrami de Artie’s en las manos, Elena evoca la conferencia de anoche con Michael Schuessler en el 680 de Park Avenue. ¡Qué padre estuvo y el montón de gente que llegó! Cuando toca validar los cheques de viajero, la escritora nacida en París enseña su pasaporte verde oscurito.

En un Union Square verde clarito se queda de ver Miguel Ángel, sonrisa de actuario, con un amigo. Que tiene un año buscando trabajo. Que chance y termina regresándose al DF, aunque qué horror vivir otra vez en casa de los papás, ¿no?, y eso que con la distancia ahora se llevan mucho mejor. Que estaría buenísimo tocar en un grupo, pero que se ha fijado que los neoyorquinos son medio cerradones, como que no les interesa juntarse con alguien que no sea su amigo. En el East Village prueba la comida etíope, que se come sin cubiertos. “Como que sabe a tacos de guisado, ¿verdad?”

Más tarde se compra un libro en inglés (cinco dólares más barato) en una librería de viejo. La única librería de viejo con tomos en español en Nueva York la inauguraron el otro día. Se llama Librería Donceles y está en una galería en Chelsea. Se trata de un proyecto sin fines de lucro, según cuenta Pablo Helguera, el defeño responsable de esta iniciativa. Durante los últimos meses, muchos capitalinos donaron miles de libros para hacer posible que cualquier visitante que entre a este lugar (sí parece una librería de Donceles) pueda llevarse un libro a cambio de una aportación voluntaria que se empleará en programas de lectura para inmigrantes.

Pablo, sonrisa de artista, vive en Nueva York desde 1998. En aquel año, Raúl tenía 26 años. A su familia le iba re bien en su ostionería en Ribera de San Cosme. Todavía les va bien, pero no conservan las sucursales de entonces. ¿Qué tal abrir una en Nueva York? “No, cómo crees, ¿te imaginas? Pero a veces sí se me antoja poner un restaurante acá.” Su bebé nacerá dentro de pocos meses, en Estados Unidos, “pero voy a preguntar en el consulado si puedo sacarle su pasaporte mexicano”.

A Isabel le gusta llegar a tiempo a su trabajo en el Consulado General de México, cerquita de Bryant Park. Por eso se levanta temprano. Tiene ojos súper bonitos. Adormilados. Y así se quedan aun después de bañarse, hacerse un bagel y salir hacia el metro, el autobús, la gente, las nubes, el calorón, la lluvia, el olor a comida. Extraña el DF, pero cuando viene de visita extraña su vida en Nueva York.

Isabel disfruta su trabajo en el consulado. La cónsul encabeza una fiesta mexicana la noche del 15 de septiembre en una especie de antro, nada lejos del Javits Center. Ahí andan algunos diplomáticos, el Hijo del Santo, meseros, cocineros, estudiantes de Columbia, niños vestidos de charros, familias con banderas mexicanas, periodistas, el todo México de allá, incluyendo a algunos miembros de #yosoy132ny con pancartas (“nuestro gobierno nos expulsó por falta de oportunidades, que sepan que existimos, que también nosotros somos mexicanos, aunque vivamos aquí”, le refiere Laura a un preguntón). Todos juntos, apretaditos, excepto por una tonta sección VIP que de todas formas acaba disolviéndose para que todo el mundo cante y baile al ritmo de un grupo de bailes tradicionales de Guerrero, un mariachi femenino, el rock de Rana Santacruz y más.

Alguien metió una máquina para dar toques. Alguien habla de un speakeasy debajo de la taquería La Esquina. Alguien recomienda visitar la tortería El Águila que abre 24 horas en Spanish Harlem. Alguien prende de verde, blanco y rojo el Empire State. Que viva México y que viva también Manhatitlán.

(JORGE PEDRO URIBE LLAMAS)