¡Ya sabemos!

Todavía estaba oscuro cuando entraron los policías estatales al plantón del magisterio aquel 14 de junio de 2006. Era temprano, apenas se veían las nubes de gas lacrimógeno, desde entonces tan grandes como las que imponentemente aparecieron horas después, con la luz del sol, durante la batalla. Era la misma plaza de las noches de parranda de los turistas extranjeros, en la que los combatientes dormían y donde caerían centenares de cartuchos, cuerpos lastimados, piedras lanzadas con hondas, botellas de refrescos. Sangre y destrucción.

Somnolientos, con los pantalones arrugados como acordeón, los “plantonistas” despertaron a las 3 a.m. con la misma advertencia: el rumor de guerra recorría las calles. Con un altavoz, mientras otros maestros prendían una fogata con leña y llantas viejas, un profesor de secundaria, llamado Rosendo, buscaba encender otra fogata, la del espíritu de sus compañeros: “¡Vamos, vamos!, este debe ser el último día en el poder de Ulises Ruiz”, arengaba para luego desafiar al aire: “¿Me oyes, Ulises Ruiz?, ¿me oyes? ¡Que te quede bien claro: este va a ser tu último día en el poder!”.

Los estudiantes de la Escuela Normal de Maestros vigilaban los cuatro accesos principales al plantón. Ellos dieron el aviso: estaba iniciando una ofensiva en su contra. La mayoría de las mujeres dormía en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma Benito Juárez, ubicada a dos calles del Zócalo. En el lugar, una maestra proveniente de la costa salía en busca de un nuevo refugio con su bebé en brazos. La alarma crecía junto con los gritos, las indicaciones confusas y la desesperación.

—De aquel lado, compañeras… no, no… de aquel lado, apúrense.

—Tápalo bien, Martha, que no le caiga el gas de estos hijos de la chingada. Las maestras corrían adormiladas, con los cabellos alborotados, las miradas modorras, los semblantes temblorosos. El cuadro hizo que los hombres se encabronaran aún más. “Ese hijo de su puta madre de Ulises es un maldito, hasta a los niños reprime”, gruñían con odio renovado y voz enronquecida. El picor del gas lacrimógeno lanzado a granel los hacía enloquecer.

En mitad del caos reinante los esfuerzos por organizar la defensa de la plaza eran enormes.

—Vete por allá… por esa esquina.

—Tú, dales la vuelta.

—Son un chingo…

—Nosotros somos más, hay que tener huevos… La beligerancia se escuchaba en todas partes.

—Te digo que vayamos por ellos… no nos podemos dejar… si no vamos, nos parten la madre para siempre…

—Cuídame la espalda…

—No te va a pasar nada, cabrón.

—…pero me la cuidas.

—Regrésales su pinche gas, ahí está la madre esa… ahí está.

—Hay que ir a la secundaria, hay que reorganizarnos.

—Que alguien traiga agua y cocacolas para echarnos en la cara, este pinche gas…

—Están disparando desde los techos de las casas… ¡desde el hotel Marqués del Valle…! qué cabrones.

Los gritos y las palabras de la primera línea se apagaban en la retaguardia. Hasta ahí llegaba el silencioso gas que calladamente jode la garganta, irrita los ojos y pica en la cara. Ni el más fuerte logra resistir la jaqueca instantánea, el ardor que provoca en la nariz este compuesto químico, hecho con bromuro de bencilo. Este gas arrodilla silenciosamente a los jóvenes, a las mujeres y a los guerreros más robustos.

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El gas llegaba hasta las oficinas principales del sindicato, desde donde “Radio Plantón” transmitía sus últimos minutos. “Los granaderos se acercan hacia nosotros [se corta la transmission]. Se escuchan las granadas de gas lacrimógeno, están entrando al edificio principal. Nos están reprimiendo con todo, vienen a agredirnos, a golpearnos hasta donde estamos transmitiendo. Para todo el pueblo oaxaqueño, hacemos un llamado: señores, para que ustedes puedan [tosidos]… Ya están entrando, vamos a [tosidos]… vamos a invitar al pueblo de Oaxaca a levantarse en contra del gobierno del tirano Ulises Ruiz… Compañeros, estaremos convocando a movilizaciones en todo el estado, todo el estado debe levantarse. [Se escucha una canción y después la voz de otro locator] Están entrando los granaderos, están llenando con gas lacrimógeno el edificio seccional. Le pedimos a la ciudadanía que esté atenta a los llamados que estamos haciendo a través de los diferentes medios… los llamados a organizarse. Estamos resistiendo [tosidos] y vamos a volver. Le agradecemos a todos los ciudadanos las llamadas de apoyo que han hecho… les pedimos a todos los colonos que se organicen. Organícense todas las colonias, organícense… estaremos llamándolos a la resistencia civil y a la ofensiva, los estaremos llamando… compañeros y compañeras.”

Los maestros luchaban, esquivaban, retrocedían, atacaban, se cubrían. El operativo de desalojo cumplía poco más de una hora de haber iniciado. Eran las cinco y media de la mañana. Además de las oficinas del sindicato, los policías habían tomado el control del zócalo de la ciudad, donde las carpas, las cocinas y las pancartas del “Che” Guevara y Emiliano Zapata eran destruidas por una tropa ensañada. Los mandos paseaban su triunfo aparente y llamaban a la casa del gobernador para informar del éxito de la misión: se habían chingado a los maestros. El mandatario ya podía dar entrevistas a las televisoras nacionales anunciando la restitución del estado de derecho.

Sin embargo, a pesar del escenario de triunfo oficial, en las calles aledañas al zócalo, gaseados, golpeados y replegados, los maestros no dejaban de enardecerse ante la violencia desatada en su contra. “Lucha, lucha, lucha… no dejes de luchar, por un gobierno obrero, campesino y popular”. El grito iniciado por el profesor fulano era acompañado por una decena de menganos. Los maestros habían sido pisoteados por el gobierno, pero estaban dispuestos a demostrar que la batalla no había terminado.

La estrategia de reacción consideró la apertura de cuatro escuelas en las que se instalaron cuarteles improvisados, dentro de los cuales se atendía a los combatientes intoxicados. Hasta éstos llegaron viejos líderes y nuevos dirigentes, quienes repartieron órdenes como si se tratara de generales de un ejército. “Va a caer, va a caer… Ulises va a caer”. Los maestros se convencían: podían desalojar a los policías del zócalo.

La noticia del desalojo y las imágenes de la batalla ya estaban en los portales de Internet, en la radio y en la televisión. Entre quienes se enteraban de los hechos seguramente hubo algunos que aplaudían desde sus casas; sin embargo, también hubo otros que decidieron acudir al centro histórico, que no eran, necesariamente, simpatizantes del movimiento magisterial, acaso personas que odiaban profundamente al gobierno estatal, al PRI o a los políticos en general. También hubo quienes entraron en la batalla por mero accidente: un numeroso grupo de comerciantes ambulantes se vio inmerso en los hechos después de que una bomba de gas lacrimógeno golpeó el estómago de una de sus compañeras, quien instalaba su puesto de comidas. La vendedora informal lloraba mientras un grupo de maestros la cargaba hasta un cavallier rojo sin placas. “¿A dónde vamos a ir a partirles su madre?”, preguntaban los comerciantes, soldados recién reclutados.

Durante la batalla no fueron pocos los sacerdotes católicos que abrieron las puertas de sus iglesias para recibir a los heridos, quienes eran auscultados por estudiantes de medicina. Hacia la tercera hora de escaramuzas la liza era total en el corazón de la capital oaxaqueña. Los maestros avanzaban en la recuperación del centro histórico y la policía disparaba desde un helicóptero cientos de bombas de gas lacrimógeno.

Nadie imaginaba lo que pasaría durante las horas, los días, las semanas y los meses siguientes. ¿Se llevaría a cabo una represión de tal magnitud que el estado anunciaría el éxito de sus acciones? ¿Era éste el inicio de una insurrección popular? Habría que esperar para saberlo.

TARUMBA

Llevo diez años investigando y escribiendo sobre el conflicto que estalló en Oaxaca en el año 2006. Primero como reportero de Milenio, luego como cronista de Letras Libres, después escribiendo el libro Oaxaca Sitiada y finalmente ahora como miembro de una Comisión de la Verdad que a diez años de distancia entrega hoy a los poderes oficiales el informe ¡Ya sabemos! No más impunidad en Oaxaca, en donde se denuncian violaciones graves a los derechos humanos.