La cuestión del terror II

Opinión

El ataque con granadas durante el grito de Independencia en la plaza principal de Morelia representó un movimiento de 180 grados en la estrategia del narco, que solía cumplir el lema de “Evitar que se caliente la plaza”. Antes el narco era, por así decirlo, antiterrorista. Uno de los capos que encabezó El Cártel de Sinaloa, Miguel Félix Gallardo cuenta en sus memorias que cuando empezaron a ocurrir masacres en Sinaloa, él personalmente se dedicó a investigar quiénes las estaban cometiendo, hasta que dio con la banda y la entregó a la policía. En ese entonces, el narcotráfico estaba, como se dice, bien organizado y buscaba hacer negocio, no que hubiera miedo, mucho menos terror.

De acuerdo con una encuesta de seguridad nacional, dos de cada tres mexicanos definieron como atentados terroristas los sucesos de la noche del 15 de septiembre en Morelia. Los ataques indiscriminados con granadas a plazas y lugares públicos en ciudades en disputa por el narco, han seguido ocurriendo, aunque ninguno ha provocado un número tan alto de personas fallecidas como en Michoacán, por donde todos estos años han desfilado templarios, autodefensas, narcogobernadores, comisionados de pacotilla y demás fauna.

Los asesinatos extremos (considerados por algunos especialistas como terrorismo de baja intensidad) también se han vuelto una cotidianidad, al grado de que México, junto con Irak, es donde se ha registrado la gran mayoría de las decapitaciones ocurridas en el planeta en lo que va del siglo XXI.

Sierras eléctricas, sables, cutter, cuchillos usados para cortar cebolla, alambre y hachas de bosque han sido utilizadas para este fin. No es uno sólo el estado o la región del país que han visto cómo la tragedia se vuelve algo normal. Antes que Veracruz, Michoacán, y luego Guerrero, son los lugares predilectos de “Los cortadores de cabezas”, quienes han dado pie a diversos ensayos sociológicos y antropológicos tratando de descifrar la crueldad mexicana. El hombre sin cabeza, de Sergio González Rodríguez, es el libro que quizá mejor analiza esa forma de narcoterrorismo a la cual los estratos sociales poco importan, ya que los decapitados pueden ser familiares de políticos o carpinteros, empresarios o mecánicos, abogados o campesinos, albañiles o militares de élite, sicarios o policías. Y, una vez desprendidas —a diferencia de Irak donde las decapitaciones solamente se exhiben en videos— en México, una cabeza puede ser hasta colocada en la entrada principal a un pueblo, en la secretaría de Finanzas estatal, enfrente de un periódico, en una cruz cristiana a la orilla del camino, en la pista de baile de un burdel o frente a un cuartel militar.

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Incluso, en algunos videos subidos por narcotraficantes del Cartel del Golfo a Youtube, se amenaza al gobierno federal por emprender esta lucha antinarco y hasta se realizan fotomontajes en los cuales termina siendo decapitado el propio presidente Felipe Calderón Hinojosa.

Reportes internos del gobierno federal hablan de “técnicas de terrorismo árabe” por parte de los sicarios de los carteles, pero no fue sino hasta el 9 de mayo de 2009 cuando ésta idea fue planteada públicamente por el secretario de Seguridad Pública Federal Genaro García Luna durante una comida con corresponsales de la prensa extranjera. En esa ocasión el funcionario dijo que los carteles mexicanos habían copiado la estrategia de la organización terrorista Al Qaeda, a la cual se le responsabiliza de los atentados del 11 de septiembre en contra de las Torres Gemelas.

“Han buscado tener una estrategia mediática, bajo la óptica y un esquema de tipo terrorista, para impactar a la comunidad y por supuesto intimidar a sus contrarios así como a las autoridades”, afirmó quien fue el hombre clave en las políticas de seguridad del país durante casi una década, la década perdida de la guerra del narco.