Cuando ocho millones de personas no importan

Decir que un indígena es discriminado en México no debería ser novedad para nadie.

Cuando en las encuestas sobre el tema, que hace el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación, se pregunta a qué sector de la población se le respetan menos sus derechos, los indígenas aparecen en primer lugar. Por encima de homosexuales y migrantes, que son los otros grupos que están al final de la lista.

Esos estudios revelan también que los propios indígenas saben que la mera pertenencia a un grupo étnico les significa menos oportunidades para conseguir trabajo o educación.

Por supuesto, estos estudios subrayan –y hay que hacerlo- que la discriminación está en cada uno de nosotros, en nuestras actitudes, en el trato que le damos a estos grupos étnicos, en respuestas como “preferiría no vivir cerca de un indígena”, en los trabajos que se les niegan.

Pero el análisis de la discriminación no puede quedarse ahí.

El problema es que esta discriminación está presente y arraigada en la definición y diseño de las políticas públicas del gobierno.

En Animal Político hicimos un reportaje para documentar esta discriminación, para ponerle números y mostrar cómo se traduce en políticas públicas dedicadas a la salud.

Los datos son demoledores: ser indígena es ser más pobre, vivir en una casa construida con material deficiente y tener menos acceso a los servicios básicos con los que debe contar una vivienda. Un niño indígena tiene tres veces más posibilidades de padecer desnutrición crónica que un niño no indígena.

Estos primeros datos no se pueden explicar sólo con el argumento de que somos un país pobre, sino con las políticas públicas que se definen sobre criterios discriminadores.

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Pruebas: la Secretaría de Salud gastó 3.6% del total de su presupuesto de 2015 en indígenas, aunque estos representan el 7% de todos los habitantes del país.

Un indígena tiene más posibilidades de morir por falta de atención medica que cualquier otro poblador del país. Y tiene menos posibilidades de ser atendido por un médico, de vivir cerca de un hospital o de tener acceso a medicinas que cualquier otro mexicano. Por si fuera poco, le tocan los doctores que obtuvieron las peores calificaciones en la escuela.

Frente a estos datos, el gobierno ha respondido que, en realidad, todo se reduce a un problema “cultural”. Es decir, un indígena “no quiere ir” a un hospital o no quiere atender a su hijo. ¿Cómo puede ir, si queda a cuatro horas de distancia? ¿Para qué ir si no hay médicos ni medicinas?

Un niño indígena tiene 2.5 veces más posibilidades de morir antes de cumplir los 5 años que un niño no indígena.

Por eso la insistencia es que, por supuesto, en cada uno de nosotros está el que la discriminación se reduzca. Pero que no es un tema de “voluntad” y “buenos deseos”.

Esto no puede eliminarse si el gobierno no está dispuesto a modificar sus políticas públicas. Ahí está el primer gran paso.