La obra de arte en la época de su viralidad memética

Opinión

Gabriel Orozco abrió un Oxxo. Lo sabemos todos, a estas alturas, porque no hay manera de sustraerse a las selfies que, desde esa tienda de conveniencia en la galería Kurimanzutto, han desbordado las redes sociales —por no hablar de los ríos de tinta que han corrido proclamándolo genio, preclaro adalid del altermundismo u ocurrente papanatas—.

Aclaro: he sido un entusiasta seguidor de la obra de Orozco al menos desde que vi por primera vez una exposición suya, en 2005, en el Palacio de Cristal del Parque del Retiro, en Madrid. Antes de eso sólo había visto fotografías de su trabajo y no tenía una opinión muy definida (sobre nada). Desde entonces lo he defendido con vehemencia y argumentos en yermas discusiones con parientes lejanos (“Su arte está todo fodongo”, me dijo un padrino) y con rancios intelectuales (“Es el emperador desnudo”, declaró muy orgulloso un lerdo negacionista del arte contemporáneo, exasperándome).

Dado el lugar que ocupa Orozco en el mundo (en el mercado) del arte, me parece saludable que ironice un poco sobre su propia marca, sobre el valor de cambio y el aura que rodea a su loguito geométrico. Pero que la ironía esté en el centro mismo de su estrategia estética revela, en mi lectura, que como creador sigue instalado en los años 90, época del salvaje neoliberalismo en el que un comentario ambiguo y sofisticadón de la arbitrariedad mercantil era suficiente para “darle la vuelta” a una propuesta artística y hacerla pasar por crítica del status quo.

LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE DANIEL SALDAÑA PARÍS: LA MATANZA DE QUEBEC

El sistema de panchólares y el complejo entramado de intercambios económicos que Orozco ha concebido para adquirir productos (piezas de arte) en su Oxxo es, en efecto, un comentario cínico sobre el peso de la firma y la burbuja económica del coleccionismo. Pero ese cinismo es desplegado en detrimento de otras estrategias, que quedaron en el pasado de su producción artística: mientras que antes Orozco encontraba un orden o un guiño de armonía en el ruido visual del supermercado (v.g. los gatitos asomados entre las sandías y las latas de ejotes), ahora se ha dedicado a imponer el orden de su logo (el árbol de samurái) sobre los productos del Oxxo. La suya ya no es mirada que descubre, sino mirada que etiqueta. La viralización à la Kusama de la pieza revela, en última instancia, su fracaso: criticando a ceja alzada el sistema económico del arte, Orozco ha devenido meme sin incomodar a nadie. Su Oxxo me parece ingenioso, desde luego, y hasta una pieza inteligente y bien ejecutada. Quizás eso hubiera bastado hace 20 años.

Si hay una cita que, para mí, describe a la perfección el triste destino del “Oroxxo”, es ésta que soltó David Foster Wallace en una entrevista: “El sarcasmo, la parodia, el absurdo y la ironía son formas geniales de quitarle la máscara a las cosas para mostrar la realidad desagradable que hay tras ellas. El problema es que una vez desacreditadas las reglas del arte, y una vez que las realidades desagradables que la ironía diagnostica son reveladas y diagnosticadas, ¿qué hacemos entonces? […] La ironía posmoderna y el cinismo se han convertido en un fin en sí mismas, en una medida de la sofisticación en boga y el desparpajo literario. Pocos artistas se atreven a hablar de lo que falla en los modos de dirigirse hacia la redención, porque les parecerán sentimentales e ingenuos a todos esos ironistas hastiados. La ironía ha pasado de liberar a esclavizar. Hay un gran ensayo en algún sitio que contiene una línea acerca de que la ironía es la canción del prisionero que llegó a amar su jaula.”