No extrañen mucho los tacos

Leobardo confirmaba que se había equivocado de vocación por su temperatura corporal. Cuando el reloj le advertía que en horas debía presentar a Hacienda la declaración de la aseguradora El Mundo, donde era empleado, sudaba y lo atacaban escalofríos y dolores de cabeza. Si en ese instante se ponía el termómetro, dentro de su oficina de la Torre Latino, el mercurio superaba los 37 °C.

 Con fiebre cada mes por los cierres contables, agobiado frente a la calculadora y los formatos impositivos, un día de 1966 oyó a su hermano Samuel: “El Estadio Azteca está por inaugurarse y necesitan quien venda tacos de cochinita. ¿Te interesa?”.

“Sí”, dijo ilusionado el hombre de 33 años. Pero no bastaba su “sí” para cambiar de vida. El visto bueno lo daría su esposa Luz María, orgullosa joven de tremendo carácter que recién había dejado su pueblo, Tlaxco -donde su familia gozaba los privilegios de la nobleza de Tlaxcala-, con tal de formar familia con el prominente contador privado Leobardo Carrasco, egresado de la célebre Escuela Bancaria y Comercial.

Su marido le habló del nuevo negocio y ella casi se desvanece: si había sacrificado una vida con ranchos, peones y un bello caserón cuya pianola entonaba valses deliciosos como El Danubio Azul, no era para ser taquera. “Me sentí la mujer más infeliz –recuerda-. Yo, miembro de la más alta aristocracia, ¿iba a vender tacos?”.

Así fue. Vaya a saber con qué artilugios, él la convenció. Un 29 de mayo de hace 47 años, el mismo domingo en que el americanista Arlindo hizo el gol inaugural del Azteca, el matrimonio encendió por primera vez en el Túnel 4 una parrilla con una ollita llena de la carne en achiote que por 27 años paladeó el público de ese estadio. El negocio funcionó tan bien que en vísperas de la Universiada de 1979, ya con cuatro hijas, aceptaron la oferta de rentar una bodega del Estadio de CU, ahora para vender tortas. Los domingos desde la 1 de la mañana, en una vecindad de la colonia Tránsito, don Aristeo, ayudante de Leobardo, juntaba a sus hijas, hijos, yernos y nueras para preparar hasta 5 mil teleras con jamón, queso y aguacate que devorarían los aficionados de Pumas. Felinos, al fin y al cabo.

Leobardo murió en 1982. Su esposa heredó el negocio que saltó a la fama ocho años más tarde, cuando Lumita, su hija mayor, probó los tacos de canasta de un tlaxcalteca asentado en Coyoacán, Braulio Minor. Su chicharrón, adobo, frijol y papa tenían una sazón virtuosa: su cocción era lenta, de paciencia monástica. Los fanáticos sabrían apreciarlos.

Desde la mañana de 1991 en que Armando, el nieto de tres años de Luz María, gritó “¡A peso los tacooos!”, sobre la barra del Túnel 12 la afición se echaba un par y platicaba con Luz María, que subía a un cajón para poder ver el partido; claro, sólo si el activista del ‘68 Salvador Martínez “Pino”, que le tenía adoración, cesaba de llenarle las mejillas de besos cuando ella le notificaba ruborizada: “se acabaron los besos”.

Pocos resistieron los encantos de los de canasta. Pedían los suyos López Dóriga, los rectores De la Fuente y Narro, el presidente de Pumas Guillermo Aguilar, el doctor del equipo Antonio Miguel y los comentaristas David Faitelson y Francisco Javier González.

Pero la fiesta empezó a desvanecerse hace tres meses. El gerente del estadio, Gerardo Chávez, le informó a Luz María que a la directiva le disgustaba su local. Al parecer les molestaba la informal “pared de la fama”, donde había pegado viejos posters amarillentos de grandes jugadores auriazules. Ella rechazó quitarlos. Días después hubo otra notificación: por orden de Francisco Ramírez y Enrique Paredes, director de Finanzas y gerente de Administración del club, debía adelantar 63 mil pesos para conservar su local la siguiente temporada. Afectada por las malas asistencias de 2013 (hace seis meses la UNAM no gana de local), no tenía ese dinero.

Por 33 años, Luz María había dejado su auto en el estacionamiento durante los partidos. Pero el 2 de septiembre, en el duelo nocturno ante América, le negaron el espacio. “Hay restricciones”, le dijo un vigilante. Cuando el encuentro concluyó, caminó 500 metros, abordó su coche y volvió a recoger sus canastas. Al regresar le avisaron que ingresaría pero hasta que el estadio se vaciara. Esperó 60 minutos en los que vio salir ambulancias, público, bomberos, policías, caballos, perros.

A media noche la dejaron pasar al estacionamiento, pero la reja de su túnel estaba cerrada. Un guardia se apiadó: dejó que ingresara por un pasaje alterno pero inundado. Con el estadio en total oscuridad, la mujer de 73 años volvió por el mismo camino, empapada. “Es hora de renunciar”, pensó en ese momento.

En el partido ante Veracruz, hace nueve días, Luz María, su nieto Armando y su hija Lumita recibieron por última vez el afecto de los aficionados, incrédulos ante la despedida. Antes de entrar a la bodega para sacar sus cosas, colgaron un cartelito que decía: “Después de 34 años nos vamos. Gracias por su preferencia. No extrañen mucho los tacos”. En cuanto salieron, vieron que el cartel había sido arrancado.

Ese domingo, la familia atravesó por última vez el Túnel 12. Atrás quedaron las tribunas de CU, cada vez más vacías, y hoy sin los míticos tacos que en 2013, a falta de alegrías, calmaban las penas deportivas.

(ANÍBAL SANTIAGO / @apsantiago)